sábado, 28 de abril de 2012

El "pagao"

Enrique Vega es uno de los últimos supervivientes de una antigua estirpe: la de los hombres de trono asalariados, la de los pagaos. Los Vega pueden, además, enorgullecerse de pertenecer a una larga saga: Enrique es nieto, hijo y padre de pagaos.
La historia de estos hombres arrancó hace un siglo, cuando el tamaño de los tronos aumentó hasta el punto de que los elitistas hermanos de las cofradías (miembros de la burguesía malagueña), no tenían interés ni condición física para mover esas moles. Así tuvieron que recurrir, a su pesar, a los cargadores de los muelles, a los obreros de las fábricas y a los braceros del entorno rural.
Enrique se conserva en una forma excelente pero, como todos los hombres trabajados, aparenta algo más de la edad que tiene. Con una voz que suena a años de tabaco, cuenta historias que huelen a madera y a hierros viejos. Su historia cuenta como algunos de los tronos que aún se procesionan, se llevaban sobre vigas de ferrocarril, tenían dos varales menos y albergaban baterías para las luces (a algún trono ni siquiera le faltaba un compresor). Las fotografías también demuestran que se llevaban con unos cien hombres menos. A su audiencia, que escucha en silencio, ese esfuerzo sobrehumano le parece teñido de tintes tan épicos como el cantar de mío Cid.
Enrique habla con sus fuertes manos casi tanto como con su voz y, aunque es un conversador excelente, no emplea dos palabras cuando puede describir algo o alguien con sólo una.  Para aquellos hombres, nada épico había en ese trabajo: había miseria. Una miseria que ellos dignificaban con su esfuerzo. Aquellos tronos se sacaban por unos duros, un paquete de tabaco y un bocadillo que iba, desde un simple huevo cocido, hasta mortadela y carne de membrillo. Algunas cofradías, las menos, incluían pastillas de chocolate, chicles y caramelos. Todo el lote (salvo el tabaco) iba a casa con la familia.
Pasaron los años y, aunque España fue saliendo de la miseria, el jornal por llevar aquellas moles apenas subió. Cada vez era más difícil encontrar hombres dispuestos a trabajar en un trono y éstos se llenaban con menos personas. Con un número de hombres con los que hoy día las cofradías ni se plantearían asomarse a la calle, ellos eran capaces de hacer la mitad del recorrido. Hasta que reventaban una de las dos cosas: o los varales, o los hombres. Como en el poema cidiano, la audiencia imagina con melancolía qué clase de vasallos habrían sido aquellos hombres si hubieran tenido un buen señor.
Entonces a los hermanos de las cofradías se les ocurrió llenar los tronos con cofrades que, en vez de cobrar, pagaran por ello. Los tronos se aligeraron, el aluminio sustituyó a la madera y las baterías y compresores se eliminaron. El número de hombres que antes se consideraba suficiente, ahora se veía escaso y los varales se ampliaron hasta albergar cien personas más. Para justificar este cambio, la elitista y bien formada burguesía malagueña cogió la pluma, escribió artículos y libros y convirtieron a los pagaos en los perdedores de esta historia. Les llamaron mercenarios, les llamaron desertores y, como a las huestes del Cid, les condenaron al peor de los destierros: al del olvido.
A través de la voz de Enrique y algunos de sus compañeros supervivientes, sus hijos y los que se consideran sus herederos, quieren traerlos desde su destierro hasta la memoria. Muchos ya murieron y regresan como fantasmas que claman justicia. Otros ya no tienen salud o perdieron sus recuerdos y otros, simplemente, no saben expresarse como Enrique.
Ahora, aquellos anónimos perdedores podrán dar su versión de la historia. Una historia que, a nuestros oídos, resuena como el crujir de la madera y la pesada herrumbre. Una historia de tintes tan épicos como un cantar de gesta medieval.
 

6 comentarios:

  1. Sin estas intervenciones Málaga, su historia, sus costumbres, su gente; nosotros., los amigos.., no tendríamos sentido. Gracias pisha por haberte cruzado en nuestro/mi camino.

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  2. Fue todo un privilegio poder asistir y formar parte de semejante tertulia, que, dada la capacidad comunicativa de Enrique y la dimensión de sus experiencias, podría decirse que fue casi un monólogo... Resulta un tanto vergonzoso que en Málaga seamos y sigamos siendo así: dando espacio y bombo a los que saben adónde arrimarse y a quién cepillarle los zapatos, mientras que aquellos que tienen experiencias que contar y compartir, con las que enriquecer, instruir, divertir y hacer reflexionar a los que no vivimos en aquellos tiempos, no tienen ni el más mínimo protagonismo ni la más mínima voz en nuestra Semana Santa. En fin... que, llegado el momento -Dios lo quiera-, será todo un privilegio y un placer tanto ponerme a las órdenes de este hombre de trono como compartir varal con él.

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  3. Noche increible la que echamos con Enrique Vega y todo lo que fué capáz no solo de contarnos, sino de saber como transmitirnoslo. Historia viva de nuestra semana santa.

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  4. Épico es poco amigos ,solo de ver las fotos de esos años me duelen todas las vertebras ; y sobre la tertulia ,solo puedo reconocer que me quede totalmente embobao ,como cuando un nieto escucha a su abuelo contar historietas , vamos que me quede con la boca abierta ( sentido literal de la expresión ).

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  5. Una historia muy interesante, un gran testimonio. Guardo unos recuerdos muy vivos de la Semana Santa que pasé en Málaga en el año 99. Saludos. Borgo.

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    1. Amigo Miquel, créeme si te digo que para mí es un motivo de orgullo y satisfacción que una persona de allende Andalucía me cuente que guarda un buen recuerdo de nuestra Semana Santa.
      La Semana Santa malagueña es poliédrica y tiene muchas caras y lecturas: la religiosa, la folclórica, la cultural o, porque no reconocerlo, la de mero espectáculo.
      Sea cual fuera tu vivencia sólo puedo decirte con toda sinceridad, que si vuelves a estar en Málaga durante la Semana Santa puedes ponerte en contacto conmigo. Sería un placer hacerte de cicerone para la Semana Mayor de mi ciudad.
      Un abrazo.

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