Artista: MASSIVE ATTACK. Título: BLUE LINES. Fecha de publicación: 9 de abril de 1991
Prodigioso álbum debut de una banda surgida de los clubes
nocturnos y ambientes grafiteros de
Bristol que dejó pasmado al mundo de la música por su novedad de planteamientos, claridad de ideas y madurez a la hora de
abordarlas. Sobre la base del sample,
Massive Attack pinchan,
pegan, cortan, hacen y deshacen a su gusto una reducción a fuego lento de música electrónica,
soul y hip-hop llevada casi al minimalismo y aderezada por aristocráticos
ritmos jamaicanos. La crítica, muy dada a etiquetas, llamó a este resultado
trip-hop, definición que la banda británica siempre ha rechazado. La calidad de
las voces no va a la zaga: artistas como Shara Nelson, Horace Andy o Tricky
Kid, se consagraron con sus colaboraciones y dan solera a un disco que fue
lanzadera para sus respectivas carreras. Crepuscular, nocturno y sensual. Un
producto alambicado con el sofisticado acabado terso del jazz. En la misma
línea le seguirían Protection (1994) y Mezzanine
(1998), plagado de potentes guitarras eléctricas y agresividad rockera. Qué
gran grupo, pardiez.
Artista: RED HOT CHILI PEPPERS. Título: BLOOD SUGAR SEX MAGIK. Fecha de publicación: 24 de septiembre de 1991.
Por suerte para nosotros, los Chili Peppers nunca se han tomado a
sí mismo demasiado en serio en contaste con la seriedad con la que han abordado
su música. Gracias a esta falta de complejos, consiguieron el mestizaje de
géneros tan llenos de aparentes contradicciones como el folk, el rock, el
hardcore, el punk, el funk, el reggae, el hip-hop o el rap, para que los que
odiamos las etiquetas hayamos podido disfrutar de una música
inetiquetable. 74 minutos de puro entretenimiento en un disco que transmite un espíritu jovial aunque (que nadie se lleve a equívoco) la banda californiana no permite el más mínimo resquicio a la frivolidad ni la estupidez. Un trabajo que respira dedicación y profesionalidad en su composición, arreglos, producción y grabación. Las letras no van a la zaga del eclecticismo musical y fluyen salpicadas de marginales recuerdos suburbanos, guiños de sexualidad explícita, homenajes musicales y referencias literarias. Pero con naturalidad, huyendo de poses pseudointelectuales y sin caer en el exhibicionismo. Además de estar plagada de temas alegres y de ritmo contagioso, incluye varias baladas desgarradoras y una amable versión de They're Red Hot de Robert Johnson (el mítico bluesman muerto en plena juventud entre leyendas de venta de almas al Diablo alimentadas por el misterio del emplazamiento de su tumba). Quien nunca lo haya escuchado, aún está a tiempo.
Artista: U2. Título: ACHTUNG BABY. Fecha de publicación: 19 de noviembre de 1991.
U2 eligió Berlín como base de operaciones para la concepción de su nuevo disco apenas un año después de la caída del Muro. La ciudad reunificada se perfilaba como una suerte de capital alternativa y underground en la Zooropa postcomunista, lo que la hacía el marco idóneo de inspiración para una banda que, intuyendo el auténtico fin de una era, buscaba reinventarse y huir de los modelos que la habían catapultado hasta la fama mundial (con todo el riesgo comercial que la decisión podía suponer). Para ello, se pusieron en manos de solventes productores de música electrónica y experimental como Brian Eno y Daniel Lanois, que impusieron como primera premisa "descartar todo aquello que sonara a U2". Cuando el disco cayó en mis manos aquella tarde de otoño de 1991, yo no podía sospechar que iba a experimentar la fuerza de la gravedad en toda su crudeza: ni me meneé. Creo que ni tan siquiera fui capaz de pestañear durante los 55 minutos de música que me apabulló como una apisonadora desde los primeros sonidos industriales de Zoo Station hasta el último pálpito de Love is Blindness. Por primera vez en mi vida de aficionado musical, era consciente de estar asistiendo a la revelación de algo realmente nuevo, innovador, arriesgado, rompedor, ganador (lo que siempre envidié al imaginar lo que sintieron aquellos que disfrutaron de la publicación del mítico Sgt. Pepper's de los Beatles). También queda para la historia el trabajo creativo del fotógrafo Anton Corbijn, autor tanto de la portada, como de ese maravilloso libreto que sugiere un viaje de colores y sonidos entre el frío gris de Berlín y la cálida luminosidad de la Tánger evocada por los ritmos de Mysterious ways. Jamás me ha impresionado tanto la publicación de un disco.
Artista: DEPECHE MODE. Título: SONGS OF FAITH AND DEVOTION. Fecha de publicación: 22 de marzo de 1993.
Último álbum de Depeche Mode como cuarteto. Flood, que ya fue productor del grupo en el incontestable y ya clásico Violator (1989),había propuesto llevar los equipos de grabación hasta una villa alquilada en la que convivir y trabajar juntos "y todo será maravilloso". Tan "maravilloso", que un año después Alan Wilder (líder en la penumbra del estudio de grabación) abandonaría la banda en plena gira hablando pestes de otros miembros y Dave Gahan (ayer, como hoy, una de las voces de referencia en la historia de la música pop) trataría de suicidarse por sobredosis. Tras convertirse en una de las bandas referenciales de techno-pop, el grupo optó para su octavo trabajo por sonidos más rockeros con guitarras eléctricas distorsionadas, baterías acústicas y menos protagonismo de los sintetizadores y la música programada. Crítica y público, con no poco desnorte, atribuyeron la cosa a la eclosión del grunge,cuando lo que en realidad planea sobre el disco es la sombra del Achtung Baby de U2 (en el que el propio Flood había participado como ingeniero de sonido). Martin Gore, autor de todas las canciones, se recrea de forma tormentosa en temas como el amor y la culpabilidad, bien sean tratados juntos, por separado, entrelazados y (como el título del disco anuncia) aderezados con ecos bíblicos y religiosos (¿hay quien dé más?). Cuatro años después y, contra todo pronóstico, la banda resurgiría en todo su esplendor como terceto en Ultra, pero esa es ya otra historia.
Artista: IRON MAIDEN. Título: BRAVE NEW WORLD. Fecha de publicación: 29 de mayo de 2000.
Todo parecía presagiar que este
disco no era más que un intento desesperado y mercantilista por mantener con
vida a una vieja gloria que se aferra a la vida como un zombi deambulando en descomposición. El
cantante Bruce Dickinson regresaba a la banda después de su marcha en 1993,
pero la audible fatiga vocal de sus últimas participaciones discográficas (No
prayer for the dying y Fear of the dark) no auguraban, sobre el papel, un retorno prometedor. En la misma línea de guiño por recuperar a los fans clásicos se podía interpretar
la vuelta del guitarrista Adrian Smith (ausente desde 1989), que sumándose a
Murray y Gers formaría un inaudito e ¿innecesario? trío de guitarras. Y es que,
desde 1990, la Doncella parecía no levantar cabeza debido a una crisis de
inspiración, cuestionable calidad de sonido e ingeniería (absurda obcecación de
Harris en su estudio de grabación doméstico) e incluso decreciente nivel creativo de las otrora míticas portadas (¡hasta Derek Riggs parecía haberse olvidado de
dibujar y hubo que recurrir a otros artistas!). Con todos estos antecedentes,
el resultado no pudo ser más contradictorio: un sonido rico, pulido y vibrante
al servicio de temas del más puro estilo metalero (The Wickerman, The Mercenary,Fallen Angel), medios tiempos con crescendos explosivos (Dream of Mirrors) e
incluso algún guiño semiacústico a la música tradicional británica (Blood Brothers),
temas de clásico corte maideniano (Ghost of the Navigator, Brave New
World) o la inalcanzable épica monumental de The Nomad. Todo ello, con un Dickinson en estado de gracia
recuperando la riqueza tímbrica de sus mejores tiempos, Harris liderando las
composiciones con una pasmosa variedad melódica y tres inspirados guitarristas dando
lo mejor de sí sin sobrecargas ni estridencias. Puede que Number of the Beast
sea el clásico y Seventh Son posea una rara perfección conceptual, pero, al igual que Eddie ha conseguido regresar de la tumba alguna que otra vez, Brave New
World fue el disco de "la Resurrección" de los Maiden, y eso es decir mucho.
Siguiendo un orden cronológico inverso, recojo el guante a tres buenos amigos que me invitan a hablar de mis discos favoritos
Artista: THE CURE. Álbum: THE CURE. Fecha de publicación: 29 de junio de 2004
Una portada esquemática, ingenua e inquietante como sólo un dibujo infantil
puede llegar a ser y el lacónico título
de “The Cure”. Robert Smith y su banda recuperaron
su lado más oscuro con un sonido tenebroso y lleno de obsesivas melodías laberínticas, todo ello en
medio de una atmósfera depresiva y desoladora que haría que cualquier grupo de
Death Metal pudiera amenizar la verbena de fin de curso de una guardería. Como
muestra un botón: (I don’t know what’s going) on es una desesperada canción
de amor que goza de la inocente simplicidad de un niño…o de un loco inofensivo delirando en el acolchado rincón de su celda
del manicomio.
Encarna Daffari posa junto a su padre, Antonio, en una foto de 1945
Se ha ido la que, según casi todos aquellos que la conocieron, fue la guapa de la familia.
Noventa y siete años mal contados. Mal contados porque, como todas las guapas, era coqueta como la que más. Y la guapa lo fue mucho. Tanto, que no le dolieron prendas tener que trabajar más años de los que le correspondían hasta la jubilación por haber falsificado su partida de nacimiento para quitarse edad. Así era la guapa.
La guapa parecía tener reservado un destino que le fue esquivo una y otra vez. Para empezar, tal vez tendría que haber sido el varón que mi bisabuelo siempre anheló pero nunca tuvo. El hijo que debería haberle acompañado en los varales y recogido su martillo de capataz el día en que lo colgara definitivamente. Así que, aunque guapa y mujer, vino al mundo con más cojones que el caballo de Espartero. Nunca hubo hombre, dentro o fuera de la familia, que lograra doblegar a la guapa. Ni siquiera su padre sabía bregar como ella con los duros obreros del muelle y curtidos braceros del campo que venían a negociar a la casa su jornal de hombres de trono. Por allí pasó sumiso incluso el bueno de mi suegro cuando aún no era siquiera el padre de mi mujer. Si, ya sé, un galimatías, como la vida de la guapa.
Pero decíamos que la guapa nació mujer, y como mujer bien pudo haber sido mi abuela. Ocurrió que, por avatares de la vida, su propia hermana se cruzó en el camino y acabó cumpliendo el que parecía ser su destino. Eso explicaría por qué, a pesar de los innumerables partidos que después pretendieron a la guapa, ninguno llegó jamás a formalizarse. Y así, en lugar de en mi abuela, la guapa acabó convirtiéndose en la tía Encarna, una de esas solteronas que tanto abundaron en las familias de la posguerra y a las que, como Dios no daba hijos, el demonio cargaba de sobrinos. Hasta ocho, de los cuales, por esas manías antisociales que acaban cultivando algunas personas sin cargas familiares, adoró públicamente a dos e ignoró con público desdén al resto. La guapa y sus cosas.
Tal vez todo ello condicionó que el resto de su vida estuviera plagada de paradojas y contradicciones. Como si al esquivar el destino que tenía deparado, su vida se hubiera extraviado moviéndose sin rumbo a través de callejones que no conducían a ninguna parte. Así, llegó a ser tanto camarada de los milicianos como fervorosa católica; sindicalista combativa y tradicionalista convencida; actriz de teatro y taquillera de cine.
Siempre contó o escuchó henchida de orgullo en las reuniones familiares que en su época fue la mujer más requebrada por las calles de Málaga con aquellos piropos antiguos y donairosos que tanto se estilaban y que se perdieron junto a esos tiempos. Y aun así, la guapa murió sola y a su funeral no acudió casi nadie. La despidieron los hijos que nunca tuvo, alguien que pudo ser su nieto y un vecino que fue mucho más que un miembro de la familia sin necesidad de compartir una sola gota de sangre. Paradójica hasta el final. Así fue la vida de la guapa.
Hermosa y contradictoria, suene la música del Adagio de la 7ª Sinfonía de Bruckner en homenaje a la guapa. Quiera alguien dedicar estos veinticinco minutos a tu memoria.
Los seres humanos solíamos ser los que, como extras en un decorado, pasábamos por la historia. Ahora la esperanza de vida ha aumentado tanto y el telón de fondo cambia tan a prisa que es la historia la que pasa ante nosotros sin casi poderla digerir.
Ha muerto Matilde Guerrero Mateos, nadie importante para los demás. Ha muerto mi abuela.
Cuando Matilde nació en 1914 aún existían tres imperios en Europa: el zar Nicolás II se sentaba en el trono de todas las Rusias; el káiser Guillermo II gobernaba Alemania con mano de hierro y el imperio austro-húngaro de Francisco José languidecía a ritmo de vals, mientras que Estados Unidos no era más que un proyecto de potencia político-económica.
Aprendió a hablar cuando el cine aún se mantenía en silencio. La gripe de 1918 la dejó huérfana de madre cuando finalizaba la I Guerra Mundial y el segundo matrimonio de su padre la convirtió en cenicienta de su propia casa en los tiempos en los que un rey inepto entregaba España a un “padrastro” como Primo de Rivera.
Tras la guerra civil, y mientras el mundo se hundía en la II Guerra mundial, se casó con un hombre que se negó con orgullo a aprovechar alguna de las ventajas de haber luchado en el bando de los vencedores porque en realidad pertenecía al de los vencidos y con esa misma dignidad de obrero sacaron adelante dos hijas mientras el franquismo se asentaba internacionalmente gracias a la guerra fría. Unas hijas que fueron creciendo mientras a España llegaban los Beatles o los Seat 600. Cuando la humanidad iba dando grandes pasos en la carrera espacial ellos dieron el “pequeño paso” de conseguir su piso en propiedad.
Sus nietos fueron naciendo a medida que la democracia iba naciendo en España y fue colgando las fotos de sus graduaciones al tiempo que aparecían cosas que jamás llegaría a usar ni entender como la informática, Internet o los teléfonos móviles. Fotos que ahora amarillean mirando al vacío de una casa ya en silencio.
A lo largo de su vida conoció el hambre y un cielo por el que sólo los pajaros podían volar. África cuando aúnera un continente semiignoto repartido entre los europeos y la Luna como un satélite inalcanzable. Los automóviles pasaron de ser una rareza a envenenar el mundo y al sueño del comunismo le dio tiempo a
triunfar para luego caer en el colapso.
Tenía nombre y ojos de reina germana. Ambas cosas pervivirán, al menos, dos generaciones más en la familia. Son los ojos de mi madre y de mi hermano. Son también mis ojos, así que, de alguna forma, los suyos seguirán brillando hasta que los nuestros se apaguen definitivamente.
Aunque me gustaría creerlo, yo no estoy seguro de que exista algo parecido a otra vida pero, si es así, dile al hombre que hacía espadas que prepare un cuartito pintado de amarillo para el día en que todos volvamos a reunirnos.
Ayer, un sacerdote que apenas te conocía ofició tu funeral con una compasión fría y profesional que no pudo conmoverme. Este movimiento de la 3ª Sinfonía de Mahler es mi oración silenciosa en tu memoria. Mahler lo subtituló “Lo que me dice el amor”. La muerte sólo puede celebrarse con la vida.
El inigualable barítono-bajo Hans Hotter caracterizado como el Holandés Errante
Doy por hecho que la creciente popularidad de Halloween forma parte del inevitable proceso de globalización cultural y que desde que el ser humano existe, ha tendido al mestizaje. Lo que no soporto es ver como se adaptan alegremente costumbres foráneas (gracias sobre todo a los todopoderosos medios de difusión como el cine o la televisión) mientras las fiestas y tradiciones autóctonas caen en el olvido y el desprecio. Hoy mismo decía Carrasquilla (la tienda más antigua de disfraces en Málaga) que vende muchos más artículos en Halloween que durante los Carnavales. Incomprensible.
Esa es la razón que siempre me ha hecho detestar el éxito de la noche de Halloween, aunque desde que soy padre la tolero algo más debido a que es una fiesta por y para niños impregnada de la misma inocencia que la noche de reyes (también cada vez más arrinconada por Papá Noel). En cualquier caso es una buena excusa para repasar esta noche el poco comocido tema de los fantasmas en la música... Qué ustedes se aterroricen bien.
Karl Maria von Weber (1786-1826) fue pariente político de Mozart y un digno continuador del genio salzburgués en el campo de la ópera. En este terreno es precisamente el mejor exponente del romanticismo alemán y sus temas fantásticos poblados de brumas, bosques, espíritus y leyendas. Su obra más conocida es sin duda El cazador furtivo, una ópera en la que uno de sus protagonistas pacta con un demonio para ganar un concurso de tiro. Ésta es precisamente la escena de la invocación, conocida como "la garganta del lobo".
Richard Wagner (1813-1883) fue un gran admirador de Weber y en sus románticas óperas de juventud también recreó el fantasmagórico mundo de las leyendas. El holandés errante es la historia de redención de un marino condenado a la vida eterna por tentar al Diablo durante una tormenta. Sólo la fidelidad de una mujer pueden darle descanso a él y su tripulación de espectros.
Modest Mussorgski (1839-1881) es uno de los grandes representantes del nacionalismo ruso. Como muchos grandes genios se adelantó a su tiempo y sus armonías, llenas de aristas punzantes, fueron incomprendidas incluso por colegas como Rimsky-Korsakov, que reorquestó y "dulcificó" casi todas las partituras de su compañero tras su prematura muerte debida a los estragos del alcohol. El poema sinfónico Una noche en el monte pelado es la recreación de un aquelarre, aunque originalmente estaba destinado a ser una escena de pesadilla en una ópera inconclusa de Mussorgski. No está nada mal la adaptación animada que Disney realizara para Fantasía dirigida por el gran Leopold Stokowski.
Cuando comencé este blog me propuse que sólo trataría temas que me agradaran, pero una conversación con mi buen amigo Juan Moreno (gran aficionado al fútbol, deportista y colchonero de pro), me convenció de que debía escribir este artículo.
Florentino, la plantilla y el madridismo en general se han entregado a José Mourinho en cuerpo y alma
La escena inicial de esta historia es bien conocida por todos: un pobre infeliz vende su alma al mismísimo Diablo movido por la avidez de éxito, fortuna, placer y gloria. La escena final de la historia es también de sobras conocida: la satisfacción de esas vanidades no compensa, ni mucho menos, la eterna condenación del alma y, a pesar de su arrepentimiento, el Diablo arrastra hasta el infierno al pobre infeliz entre risas macabras y nubes sulfurosas.
Florentino Pérez y el madridismo no pueden negar que entregar el club a José Mourinho es pactar con el Diablo. A imagen del manager inglés, el portugués goza de plenos poderes en el área deportiva, tiene carta blanca para fichar e incluso es la principal imagen del equipo. Hasta ahí todo normal, pero hay más. Mourinho ha impuesto la antideportiva idea de que para ganar todo vale. Al igual que el Diablo, exige entrega absoluta: Mourinho ha eliminado cualquier opinión o matiz dentro o fuera del vestuario con la sectaria idea de quien no está con él y sus métodos está contra él. Una de las primeras víctimas sacrificadas en esa escalada hacia el poder totalitario fue el hombre que debería haber sido la voz de la conciencia del madridismo: Jorge Valdano, a la sazón su inmediato superior como director deportivo y en las antípodas del portugués tanto en maneras como en criterios futbolísticos. Mourinho no cesó hasta conseguir su destitución y atribuirse sus funciones.
Al igual que el Diablo, basa su poder en el terror: Mourinho ha sembrado un clima cuya finalidad es el exterminio de cualquier oposición o disidencia tanto dentro como fuera del equipo. Para ello no ha dudado en arremeter contra árbitros, estructura de la competición, jugadores y entrenadores rivales… incluso UNICEF no ha podido escapar a los ataques del entrenador portugués. Tampoco la prensa se libra de plegarse incondicionalmente a su causa so pena de ser ignorada o simplemente ninguneada con el envío de un segundón (el también “hechizado” Aitor Karanka). Incluso se permite tener un mefistofélico portavoz capaz de protagonizar los más esperpénticos sainetes en los que se incluyen humillaciones y amenazas a periodistas.
Pero, sobre todo, al igual que el Diablo, es peligroso: Mourinho se ha permitido incluso cruzar la línea entre el ataque verbal y el físico. Como en el caso del técnico Tito Vilanova, Mourinho no se conforma con la agresión, también tiene que humillar a su víctima en rueda de prensa con un mal chiste a costa de su nombre. Ha sido lo más osado, pero no lo peor. Lo peor es que ese perverso discurso que convierte a las víctimas en verdugos y hace pasar a los agresores por agredidos ha calado en el madridismo. Incluso ha conseguido el difícil malabarismo de hacer pasar los malos modales y la agresividad por una virtud como la sinceridad, mientras que la educación y las buenas formas se convierten en un vicio llamado hipocresía. Al igual que el Diablo, es retorcido. Suponemos que Florentino debe saber que esa política de “tierra quemada” puede conducir al éxito, pero también ata su destino al final de la era Mourinho. Es lo que tiene pactar con el Diablo.
Enemigo en la contienda, cuando pierde da... ¿no era la mano?
En algunas versiones del mito existe otra escena entre el pacto y el desenlace final en la que el taimado Diablo incumple su parte del trato y precipita la eterna condenación del pobre infeliz antes de que éste disfrute de todo lo prometido. En estas ocasiones el Príncipe de las Tinieblas se vale de un nuevo pupilo (otra cándida alma corrompida) que utiliza para proponer un “doble o nada” que puede consistir en un diabólico concurso de violín o, como en la muy entretenida película Cruce de caminos, de Walter Hill, un duelo de guitarras eléctricas (con Ralph Macchio tratando de salvar el alma de un viejo bluesman frente a Steve Vai como protegido del Diablo).
Al igual que el Diablo, Mourinho siempre tiene preparada una nueva presa por la que abandona a la anterior dejándola incompleta e insatisfecha. Siendo entrenador del Chelsea ya hacía guiños hacia el calcio y el Inter de Moratti. Del mismo modo que, una vez instalado en el banquillo italiano, no ocultó sus coqueteos con el Madrid de Florentino (al que por cierto, pretendía irse sin abonar ninguna clase de indemnización por cancelar su contrato en vigor con el club interista). Y es que Mourinho no ha hecho nada por esconder quien puede ser su próximo objetivo: la selección de Portugal. Como ya dejó claro al ironizar sobre la llegada de Pellegrini al banquillo del Málaga, Mourinho jamás acepta el reto de hacer competitivo a un equipo que no sea un potencial campeón (a diferencia de Fabio Capello que hizo ganar el scudetto a la Roma tras casi veinte años de sequía y se ha propuesto otro tanto con una selección inglesa que sólo tiene en su palmarés el Mundial de 1966). Es consciente de que si tiene alguna posibilidad de añadir a su currículum un campeonato de selecciones con su país, es con esta generación de futbolistas portugueses que nadie sabe cuando volverá a repetirse. Pero para ello hay un escollo importante: la selección española. No somos pocos los que sospechamos que tras esa vehemencia por enconar las relaciones entre los jugadores de Barcelona y Real Madrid, se oculta el comienzo de un diabólico plan para eliminar a España de su camino hacia el título.
Si ese encuentro se produce, serán los jugadores españoles (incluidos, por supuesto, los del Madrid) esos hipócritas deportistas que provocan al contrario, se tiran a la menor entrada y fingen agresiones. Puede que ese día los Casillas, Xabi Alonso y Sergio Ramos lamenten no haber tomado las suficientes lecciones de violín o guitarra eléctrica. Si es así, que Dios se apiade de sus almas.
No os perdáis el duelo de guitarras de Steve Vai contra sí mismo (obviamente él grabó las dos partes y Macchio se encargó de una estupenda interpretación en playback). Por cierto, la obra clásica con la que gana su alma es el Capriccio nº 5 de Paganini de quien, curiosamente, se decía que para tocar así el violín debía haber vendido su alma al Diablo.
Porque tanto la lógica matemática de las interpretaciones de Gould como su coqueteo entre manía y genialidad me recuerdan a su carácter. Pero, sobre todo, porque una tarde de invierno lo encontré en calle Larios con elegante abrigo, gorra de paño y bufanda cual estampa viviente del irrepetible pianista canadiense.
Detalle de la estatua de Glenn Gould en Toronto
“Como no pudimos conseguir al mejor, tuvimos que conformarnos con uno bueno”. De esta forma tan lacónica se quejaba en un informe escrito de 1723 uno de los miembros del concejo de Leipzig por no haber podido contratar a Georg Philipp Telemann para el puesto de director musical de la iglesia de Santo Tomás y tener que aceptar a Johann Sebastian Bach. La queja parece hoy día ridícula y fuera de lugar, ya que si bien Telemann ha pasado a la historia como un compositor importante, Bach lo ha hecho como un coloso.
Actualmente se acepta de forma unánime que con Bach comienza la música clásica tal y como hoy día la concebimos (Wagner llegó a decir que Bach era a la música lo que el sánscrito a las lenguas indoeuropeas modernas), hasta el punto de que su actividad (como la de Sócrates en la filosofía) marca un antes y un después. Sirva como ejemplo que los musicólogos llaman música antigua a la compuesta con anterioridad a la época del genio alemán. En descargo del concejil de Leipzig debemos reconocer que carecía de la perspectiva de casi tres siglos con la que hoy día podemos enjuiciar a ambas figuras.
Quien si gozó de reconocimiento e incluso se convirtió en una leyenda en vida fue Glenn Gould. El pianista canadiense, auténtico enfant terrible de la música, no dejó ni deja indiferente a nadie: o se le detesta o se le venera, pero todos reconocen (detractores y partidarios) que sus versiones del repertorio clásico son únicas e inconfundibles. Su grabación de las Variaciones Goldberg de Bach, lo catapultó a la fama en 1955. Nadie las había tocado antes (ni después) así.
Hacía pocos años que el disco de larga duración había llegado al mercado y las compañías discográficas podían plantearse grabar en un solo vinilo de dos caras, obras que antes ocupaban varios discos. Aun así, había que tener un pianista que fuera capaz de volar literalmente sobre el teclado para embutir las Variaciones Goldberg en apenas cuarenta minutos. Pero Columbia tenía ese pianista: un joven canadiense de veintidós años escasos que podía tocar a una asombrosa velocidad sin sacrificar la precisión ni ensuciar la limpieza de la digitación dejando oír el más leve roce sobre las teclas vecinas. Para imprimirle un mayor atarctivo, aquel virtuosismo estaba aderezado con una heterododoxia técnica que horrorizaba a los puristas: sentado encorvado sobre un minúsculo taburete; con la cara entre las manos; la nariz sobre las teclas y sin dejar de canturrear (en todas sus grabaciones es audible de fondo el tarareo de Gould).
Cuando el disco salió publicado hizo furor, hasta el punto de llegar a hablarse de las Variaciones “Gouldberg”. Su impacto entre los estudiantes de piano de todo el mundo fue contradictorio: para muchos fue el acicate definitivo que les animaba a seguir sus carreras al considerarlo un triunfo de la juventud sobre los encorsetados y tradicionales maestros de música. Para otros, sin embargo, fue motivo de honda frustración, (como narra magistralmente Thomas Bernhard en su magnífica novela El malogrado) al comprender que nadie podía alcanzar ese nivel. Hubo quien dejó la carrera, hubo quien regaló el piano e incluso hubo quien se permitió la frivolidad de tirarlo por la ventana.
Por otro lado al fin se le hacia justicia a la obra de Bach en su justa dimensión. Las Variaciones Goldberg fueron compuestas en 1741 y constan de un aria da capo e fine (una al principio y otra al final) rodeando treinta variaciones desarrolladas en torno a una misma armonía. No sólo nadie había resaltado hasta ese momento la riqueza tímbrica de la partitura como lo hizo Gould, sino que incluso destacaba la modernidad del derroche de imaginación melódica del genio alemán en claro paralelismo con el jazz contemporáneo. Además de hacer que las Variaciones fueran tan suyas como de Bach imprimiendo su particular sello, Gould destacaba la fuerza rítmica de la partitura demostrando que habían tenido que pasar trescientos años para que el bebop de los Charlie Parker y Dizzy Gillespie o incluso el cool de Miles Davis lograran igualar ese derroche de imaginación melódica en torno a un único tema musical.
Gould, impredecible para todo, dejó de tocar en público en 1964 con tan solo treinta y un años. Consideraba que el ambiente de los conciertos estaba enrarecido por el elitismo y un repertorio estancado. Durante el resto de su carrera se refugió, literalmente, en el estudio de grabación (“Para mí, la felicidad es pasar 250 días al año grabando”, llegó a decir). En su opinión este era un modo más “democrático” de relacionarse con el público al permitir llegar a un mayor número de oyentes (y de mayor espectro social) que la sala de conciertos.
Murió en 1982 de un infarto cerebral con tan sólo cincuenta años de edad. Aunque apócrifa, es hermosa la leyenda de que cayó de bruces sobre el teclado del piano mientras su magnetófono registraba la obra de un coloso llamado Bach.
Nota: Esta versión de "Las variaciones" no es la mítica de 1955, sino una grabada como película en 1981. He preferido colgar esta porque el excepcional documento audiovisual permite contemplar la puesta en escena de Gould así como su heterodoxa técnica. Gould sin trampa ni cartón. Que aproveche.
Wo die Citronen blüh’n (“Donde los limones florecen”), de Johan Strauss “hijo”, es un vals que homenajea a la cálida Europa meridional. A ese Mediterráneo al que la aristocracia austro-húngara escapaba huyendo de los rigores del clima centro europeo. Y es que, el origen de los Habsburgo vieneses era aún más español que el de sus primos de la Península, probablemente esa nostalgia por España sea la causa de la demanda de valses de temática española como Rosen aus dem Süden (“Rosas del sur”) o la aún más obvia Spanichermarsch.
Cuando el emperador Carlos V, asqueado por su propia política europea, abdicó retirándose a Yuste rodeándose de cocineros y cerveceros flamencos, repartió sus dominios entre su hermano Fernando y su taciturno hijo Felipe. A Fernando, que a diferencia de Carlos había crecido en España y era considerado “el más español” de la familia, le cedió sorprendentemente la corona austríaca. Lo primero que hizo el hombre cuando se instaló en Viena fue rodearse de corte, amigos e incluso tropas procedentes de España.
La primera vez que el Danubio azul se tiñó de rojo fue tras romper el sitio de Viena, asediada por las tropas turcas. Cuando las noticias de la cercanía de los invencibles turcos llegaron a Viena, la mayoría de la población de la ciudad, soldados del ejército austríaco incluidos, huyó presa del pánico hacia el interior del país. Como los soldados españoles de Fernando (hombres procedentes en su mayoría de las tierras de Castilla) estaban bien lejos de su hogar y tampoco tenían a donde huir, decidieron salir de las murallas y enfrentarse al invasor. La vergüenza nacional hizo que este episodio de la historia austríaca fuera silenciado hasta el punto de ser prácticamente desconocido en nuestros días.
También fueron los españoles los responsables de teñir por segunda vez de rojo el Danubio azul, aunque esta vez no fue a fuerza de sangre, sino de buen fútbol. La selección española se coronó campeona de Europa en el Prater vienés jugando un fútbol a ritmo de vals. En una ocasión vi un montaje televisivo en el que el famoso vals de Strauss servía de música de fondo, como a la danza de naves de Kubrick en 2001, a las vueltas espirales de Xavi, las diagonales de Iniesta, los imposibles vuelos de Casillas y los cambios de ritmo de Torres. Aquel 29 de junio de 2008, concluía un largo historial de derrotas y fracasos y comenzaba una nueva página en la historia de la selección.
Han pasado cincuenta años desde que Luís Suárez ganara el balón de oro y “sólo” hemos tenido que ganar una Eurocopa y un Campeonato Mundial para que un jugador español vuelva a ser reconocido por el mundo del fútbol. Aunque para muchos de nosotros ya lo era desde hace años, el guante de oro concede oficialmente a Casillas el título de mejor portero del planeta, mientras que ya parece un secreto a voces que el balón de oro será al fin para un español. O bien Xavi, o bien Iniesta, levantarán el preciado trofeo que los nombre mejor jugador del 2010. A mi, particularmente, me gustaría más que fuese Xavi. No sólo como premio a su historial ni a toda su carrera, no sólo por su clarividencia a la hora de leer el juego sobre el campo, su polivalencia, su llegada al área o su definición cara al gol. Tal vez lo que más admire de Xavi, es que un hombre de tan sólo 1'70 y con un físico aparentemente limitado para bregar en una zona del campo que habitualmente se llena de medios-centro “perros de presa”, hizo de la necesidad virtud para hacer que todas esas características dobleguen a jugadores con mucho más músculo y potencia. Dicho esto, tampoco protestaría porque se lo dieran a Iniesta, el hombre que con su gol cumplió los sueños futbolísticos de generaciones de españoles.
El fútbol mundial reconoce al fin a los nuestros y muchos españoles se frotan los ojos incrédulos, pero si alguien podía hacerlo eran ellos: los chicos que consiguieron el prodigio de que un 11 de julio de 2010, en plena noche del invierno austral africano, los limones volvieran a florecer.
"Remando al viento", de Gonzalo Suárez, no es sólo una de mis películas preferidas, sino que a juicio de quien esto escribe, es una de las mejores películas españolas de todos los tiempos.
Apenas tenía 14 años cuando la vi por primera vez y la fuerza poética y visual de sus imágenes (en las que se combina la estética romántica con pinceladas del más puro surrealismo) dejaron en mí una huella indeleble: el monstruo de Frankenstein cobrando vida en un yermo helado; Byron gritando a la noche desde una barca que se abre paso a través de la niebla; un legado papal alimentando a una jirafa en las estancias de un palacio; el cuerpo de Shelley ardiendo sobre una pira funeraria en la playa...
Pero no sólo fueron sus imágenes las que me impactaron, tampoco olvidaré que con ella decubrí la "Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis", de Ralph Vaughan Williams.
La música inglesa apuntaba talento y buenas maneras entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Buena prueba de ello son la cadena de compositores que arranca con Thomas Tallis, continúa con Tobias Hume, William Lawes y John Dowland, y culmina con Henry Purcell. Parecía que Inglaterra podía ser uno de los grandes focos del barroco musical europeo... hasta que llegó Georg Friedrich Händel en 1712.
La estancia del genio alemán en Inglaterra supuso, a efectos creativos para los británicos, algo así como el paso del caballo de Atila. Händel se encargó tan bien de cortar de raíz a todos sus potenciales rivales musicales, que incluso después de su muerte y durante más de un siglo, no apareció en Inglaterra un sólo talento musical. Hubo que esperar a finales del XIX con la irrupción de los Elgar, Holst, Vaughan Williams, etc. para que los talentos británicos volvieran a emerger y un verdadero genio musical como Benjamin Britten no surgiría hasta el siglo XX.
De los citados músicos que se mueven entre el XIX y el XX, Vaughan Williams me parece el más atractivo. Bajo la influencia de su admirado y también contemporáneo el finlandés Jean Sibelius, la figura de Vaughan Williams aparece nadando a contra corriente. En una Europa donde los compositores ya experimentaban con la liberación de la tonalidad y la armonía, Williams y Sibelius compusieron en un estilo tardorromántico que a sus colegas del continente les resultaba tan anacrónico y trasnochado como la arquitectura neogótica del Parlamento de Westminster o las paredes empapeladas de los hogares británicos. Cuando las clásicas formas sinfónicas parecían muertas y enterradas, Williams insistió en componer nada menos que nueve, una de las cuales, la 7ª (llamada "Antártica"), transmite de forma portentosa un ambiente tan misterioso y amenazador como los páramos de hielo que evoca.
Muchos años atrás la composición que dio fama al joven Williams fue la "Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis". Al igual que los artistas del romanticismo, el compositor inglés recurrió al pasado nacional en busca de inspiración y convirtió un tema musical del siglo XVI en una pieza de fuerte contenido dramático.
También la película de Gonzalo Suárez es un hito romántico en todo el sentido estético e ideológico del término (no en su afección como sinónimo de cursi y sentimental). Una historia que exalta el culto por la libertad, la aventura, la atracción enfermiza por la muerte. Pero también un relato sobre ese miedo irracional que todos tenemos a que los malos augurios que nos asaltan de forma involuntaria sobre nuestros seres queridos, puedan materializarse en la realidad como en la peor de las pesadillas.
Críticos, músicos e historiadores parecen de acuerdo en que el germen de la música moderna se gestó el 10 de junio de 1865, fecha del estreno de la ópera Tristán e Isolda de Richard Wagner. En aquella partitura, por primera vez en la historia de la música clásica, el cromatismo musical igualaba en importancia a la tonalidad y, desde su famoso primer acorde, aparecían notas caracterizadas por la inestabilidad armónica.
En las décadas que separan esa fecha del inicio del siglo XX, compositores como Debussy, Janaček, Richard Strauss o Ravel, se adentraron por el camino iniciado en el Tristán, coqueteando con la liberación de las formas tonales, pero ninguno se atrevió a romper las barreras de la armonía. Gustav Mahler, hombre a caballo entre una gran variedad de contradicciones (romanticismo y modernidad; Europa y América; judaísmo y cristianismo; decadencia y renovación) fue, tal vez por todas estos conflictos, quien llegó un poco más lejos.
En 1907 Mahler comenzó la que, siguiendo la numeración convencional, debería haber sido su Novena sinfonía, pero a todas las contradicciones anteriormente expuestas hay que añadir que Mahler era profundamente supersticioso. Todos los músicos del ámbito cultural germano que habían dado protagonismo a la sinfonía, comenzando por el propio Beethoven y pasando por Schubert y Bruckner, habían sido incapaces de sobrevivir a la composición de más de nueve sinfonías. Amparándose en la intervención de la voz (algo que ya aparecía en otras de sus sinfonías precedentes como las 2ª, 3ª, 4ª y 8ª), Mahler trató de sortear esa “maldición” bautizándola como Das Lied von der Erde (“La canción de la Tierra”).
En 1909 termina una nueva sinfonía. Sin presencia de la voz y con la clásica estructura en cuatro movimientos. Ya no hay forma esquivar al destino y Mahler no tiene más remedio que numerarla con el 9. Los malos presagios de Mahler se habían hecho realidad en el ínterin entre ambas composiciones, ya que, tras varios episodios de arritmia, le había sido diagnosticada una irreversible y avanzada enfermedad coronaria. Mahler sabe que va a morir más pronto que tarde y que, a pesar de sus ardides para esquivar al destino, la Novena va a ser su última creación.
Toda la obra, pero en especial su cuarto y último movimiento, es planteado como un adiós a la vida. Pero no es una despedida testamentaria y resignada, sino la protesta de alguien que se rebela contra un final injusto; de quien ama profundamente la vida, se considera joven para morir (efectivamente no tenía ni 50 años) y piensa en todo lo que aún le podría deparar en el plano artístico (Mahler nunca se consideró suficientemente comprendido ni valorado) y personal. En este último aspecto juega un papel clave el intenso amor que profesaba hacia su mujer, un amor que en cierto modo le acomplejaba (Alma era casi veinte años más joven que él) y le hacía sentirse inseguro al pensar en el entorno personal de su esposa.
A lo largo del cuarto movimiento, como si de un sueño recurrente se tratase, va erigiéndose como protagonista de la música una obsesiva melodía de forma cíclica y esquema espiral que recuerda a esos sinuosos arabescos que decoran los fondos de muchos de los cuadros de su compatriota y contemporáneo Gustav Klimt. Esa hipnótica y febril melodía no es otra cosa que la agónica lucha de Mahler contra la muerte. A mitad el cuarto movimiento hay un breve instante de paz espiritual (Bernstein, el mayor mahleriano de todos los tiempos, lo calificó de momento zen) en la que el compositor, a través de la música, parece aceptar la muerte (no por casualidad cobran protagonismo los clásicos instrumentos de viento-madera de las capillas musicales para difuntos), pero en seguida Mahler vuelve a rechazar la idea e irrumpe con violencia el tema principal. Finalmente su fuerza irá decayendo y la sinfonía concluye con la música fundiéndose lentamente en el silencio (igual que la vida se acaba fundiendo con la muerte). Mahler, finalmente, parece afrontar su destino en paz.
El 18 de mayo de 1911, tras varios días de agotadora lucha entre sueño y vigilia, Mahler hace un esfuerzo agónico para pronunciar la palabra “Mozart”. Probablemente, por asociación de ideas, recordaba en el momento de se muerte al genio salzburgués. Fueron, efectivamente, sus últimas palabras.
El otro adiós de Mahler es a la propia forma sinfónica (de quien el se sabía último representante) e incluso a la tonalidad. En el Adagio de la Novena, Mahler lleva la melodía hasta el mismo umbral de la tonalidad. La partitura de la Novena sinfonía está recorrida por disonancias, por acordes cuya tensión no parece resolverse. Sólo hacía falta un tímido empujón para que la música traspasara la puerta. No por casualidad sería un discípulo de Mahler, el brillante Arnold Schoenberg, quien atravesara esa puerta, pero no tímidamente, sino haciéndola saltar por los aires. La música ya no volvería a ser la misma.
Para aquellos que han decidido dedicar 25 escasos minutos de su vida a la audición del Adagio de la novena sinfonía de Mahler dejo estas sencillas recomendaciones: Procura hacerlo con un equipo de sonido que garantice un mínimo de calidad (abstenerse de los altavoces del PC). Sírvete tu copa preferida y ponte lo más cómodo y relajado posible. Elige una hora en la que puedas aislarte del mundo, teléfono móvil incluido, durante estos escasos 25 minutos. Libérate de prejuicios y… Disfruta.
Son una de las más grandes bandas de rock y sin embargo carecen de la mayoría de las peculiaridades de su cultura: Nunca han protagonizado un escándalo público, no han sido procesados por participar en sonoras broncas ni insultan a músicos rivales, no presumen de ninguna adicción y, por supuesto, no poseen ese ingrediente necrofílico que, por alguna de las razones anteriores, suele acompañar a los clásicos del rock (piénsese en los Stones, Hendrix, AC DC, o Metallica). Iron Maiden son simplemente unos tíos ingleses que desde el fin de los 70 viven de lo mejor que saben hacer: tocar música, y a pesar de no poseer ninguno de esos atractivos ingredientes "malditos", han sobrevivido, siendo fieles a su estilo, a todos los cambios de modas del ya de por sí voluble último cuarto de siglo.
Ya iban un poco a contrapié desde el comienzo. A finales de los 7o en Inglaterra lo fácil y lógico hubiera sido ser punk. Cierto es que algún que otro rasgueo y ritmo del primer disco (como cualquier grupo del momento, Police sin ir más lejos) puede recordarlo, pero aquel álbum de presentación con el escueto título de Iron Maiden trataba de seguir el rastro del camino abierto por Led Zeppelín, Deep Purple y Judas Priest, que en aquel momento, como toda la cultura rock en general, palidecían como ñoños recuerdos bajo la avalancha irreverente de los Sex Pistols.
Quien compró aquel disco en busca de apología de las drogas, falsa marginalidad, proclamas antisistema, o mensajes satánicos, debió llevarse un chasco mayúsculo. Desde aquel primer álbum aparecen ya lo que van a ser las señas de identidad del grupo: Las canciones de los Maiden se parecen a la desenfadada conversación de unos cuantos amigos que se sientan entorno a la mesa de un bar: por un lado hablan de alguna obra literaria que se ha leído con devoción, o de películas que han causado verdadero impacto. Por otro lado, también aparece la pasión por los temas épicos, históricos, religiosos y mitológicos. Cierto que desde el diletantismo de un aficionado sin pretensiones e incluso con cierto toque naïf, pero saben hacerlo con atractivo y son muchos los que han descubierto personajes o anécdotas históricas a partir de alguna de sus canciones.
Como referencias a obras literarias podríamos destacar Murders in the rue Morgue (sobre la obra de Poe), Rime of the ancient mariner (inspirada en la de Coleridge) o Brave new world (la célebre "Un mundo feliz" de Aldous Huxley). Influídas por el cine o la literatura tenemos The Duellists (película de Ridley Scott basada en un relato de Joseph Conrad), Quest for fire ("En busca del fuego" de Jean Jaques Annaud adaptada de la novela de J.H. Rosny) o To tame a land (que puede hacer referencia tanto al film Dune de David Lynch como a la novela homónima de Frank Herbert). Genghis Khan y Alexander the Great hacen referencia a personajes históricos. Basadas en grandes episodios de la historia tenemos Ides of March (el asesinato de Julio César), The Trooper (la carga de la Brigada Ligera), o Montségur (sobre la cruzada albigense). Son de tema mitológico o legendario Flight of Icarus, Powerslave (el antiguo Egipto) y el disco Seventh son of a seventh son al completo. De temática religiosa la más famosa es, sin duda, Number of the Beast (la célebre profecía del Apocalipsis) o No more lies, aludiendo a todas las religiones en general.
Un artículo independiente merecerían Eddie (convertido desde los inicios en un miembro más del grupo) en esas maravillosas portadas y dibujos (iniciadas por Derek Riggs) que tan magníficamente han sabido ilustrar todos esos títulos.
Siempre esperamos impacientes la publicación de un nuevo disco de Iron Maiden que, como nos tiene acostumbrados, se parecerá a la animosa conversación entre amigos en torno a las cervezas de un pub.
Atlante. Uno de los prigioni inacabados
de Miguel Ángel para la tumba de Julio II.
Schubert es probablemente el autor más prolífico de lieder (canciones) de la historia de la música clásica. En 1827, un año antes de su muerte, compone uno de sus ciclos de canciones magistrales: Winterreise (Viaje de invierno), poniendo música a los versos del poeta Wilhelm Müller. La obra, compuesta en pleno romanticismo alemán, está impregnada de un ambiente nostálgico y melancólico. El ciclo se cierra con un extraño poema: der Leiermann. El misterio comienza con el instrumento que da nombre al propio título: en alemán la palabra Leier puede designar distintos instrumentos de cuerda: en la edad media hace referencia al que nosotros conocemos como lira, pero a partir del medioevo alude, por extensión, a otros instrumentos de cuerda (la viola sin ir más lejos), pero también a la zanfona, el típico instrumento con el que los juglares ciegos ambulantes acompañaban sus romances y en el que el sonido es producido por el rozamiento contra las cuerdas de una rueda que es girada por una manivela. En época de Schubert la zanfona estaba ya casi en desuso y la palabra Leier comenzó también a designar al organillo, probablemente porque también se acciona girando una manivela. Los musicólogos nunca se han puesto de acuerdo sobre el instrumento en el que Schubert pensaba (¿la canción alude a un organillero o a un zanfonista?) y hay numerosos y razonados argumentos tanto a favor de uno como del otro. Yo quiero oir en el sonido del piano la dulce y melancólica cadencia de la zanfona, aunque probablemente sólo porque me gusta más que el organillo. En cualquier caso la última canción de este Viaje de invierno es, tanto por su letra como por su música, una caricia de aire gélido y cortante tras haber exhaltado al invierno y cantado al amor perdido durante 23 poemas. Pasemos a ella antes de continuar (la traducción del alemán es de quien esto escribe para lo bueno y para lo menos bueno)
En las afueras del pueblo Tañe un hombre la zanfona y con entumecidos dedos la hace girar como puede.
Descalzo se tambalea de un lado a otro en el hielo y su platillo de limosna siempre se muestra vacío.
No hay nadie que quiera escucharle no hay nadie que quiera verlo y alrededor del anciano gruñen todos los perros.
Y él, impasible ante lo que está sucediendo gira y gira su zanfona y nunca la deja quieta.
“Misterioso anciano ¿Me dejarás ir contigo? ¿Querrás acompañar mis canciones dando a tu zanfona giro?”
¿Quién es este misterioso anciano que nadie quiere ver pero que los perros presienten? Para mí está clarísimo: es la Muerte, intuida por Müller y que ya acechaba a Schubert en el momento de la composición. Al músico le habían diagnosticado una sífilis en estado irreversible (entonces una enfermedad mortal) y, como así fue, sabía que estaba en su último año de vida. Curiosamente la tonalidad de la obra (Si menor), aunque no muy usada por el compositor aparece también en una de sus obras más conocidas: la Sinfonía nº 8 "Incompleta". Parece ser que la causa del abandono de la composición a mediados de la década de los 20, tiene que ver con un período depresivo del autor relacionado con el primer diagnóstico de la enfermedad que acabaría matándolo. Schubert abandonó la sinfonía nº 8 pero su estado anímico no le impidió seguir con otras composiciones ¿quizás por alguna razón concreta la relacionaba con su enfermedad y la Muerte? En cualquier caso la Incompleta es un ejemplo de obra, que aunque no finalizada, transmite la perfección de que sólo puede ser así y no de de otra manera; como esas asombrosas esculturas de los prigioni que Miguel Ángel no pudo acabar y parecen liberarse mágicamente de la piedra.