Para
quien llega a la ciudad desde casi cualquier medio de transporte, lo fácil es
comenzar este recorrido desde la explanada de la Estación. Málaga fue uno de
los incipientes focos de la revolución industrial española y la burguesía local
tuvo la iniciativa de que el ferrocarril suministrara material a las fábricas y
altos hornos. Aún se conservan las pequeñas torres originales que flanqueaban
la terminal pero, incomprensiblemente, la marquesina de acero y vidrio que las
cubría (obra cumbre de la ingeniería de la época) en lugar de ser integrada en
el nuevo edificio duerme un sueño de óxido en algún almacén.
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Marquesina original de la estación ferroviaria de Málaga |
A
pocos metros, el monumento a la familia Gálvez carece de cualquier mérito
artístico, pero lo importante es su labor de rescate desde el olvido histórico.
Bernardo de Gálvez llegó a ser virrey de Nueva España y fue uno de los héroes
de la independencia de Estados Unidos. En el desfile de la victoria ocupó un
puesto de honor nada menos que junto a George Washington. A pesar de sus
éxitos, nunca olvidó su Macharaviaya natal a la que regaló una iglesia de
dimensiones basilicales y una fábrica de naipes en la que emplear a sus vecinos
de la Axarquía.
Callejeando
hasta el maltrecho Perchel podemos hacer una parada en el mercado del Carmen.
Algunos puestos han aprovechado para extender mesas hasta la zona habilitada
por la restauración del antiguo claustro del convento donde Torrijos pasó su
última noche antes de ser fusilado en la playa a escasos metros. Los clientes
del mercado terminan sus compras y se mezclan con algunos turistas despistados para
disfrutar de una cerveza y del buen tiempo a la espalda de la iglesia
carmelitana. Pero la verdadera vida late en su interior, como en el puesto de
Encarni y Manolo, en el que la historia de la familia y el mercado se confunden
despiezando y despachando carnes desde hace cuatro generaciones.
De
regreso a la luz natural, calle Ancha del Carmen espera. La reciente
peatonalización invita al paseo, pero ha perdido el sabor añejo que le confería
el antiguo suelo. Durante las obras, los vecinos de toda la vida pavimentaron su
nostalgia llevándose a casa un adoquín como recuerdo ante la mirada atónita de
los obreros. A mí me gusta especialmente en esas prontas noches de otoño en las
que la bruma acude desde el mar para difuminar la luz de las farolas y la
silueta de sus edificios se desdibuja evocando la que fuera calle del gremio de
los sastres hasta el siglo XVII. A escasos metros, en la vecina iglesia de San
Pedro, se reunieron para fundar su propia cofradía bajo la Virgen de los
Dolores, que sigue recibiendo a los devotos con su triste y hermosa mirada.
Para
acceder al centro histórico hay que cruzar algún puente del Guadalmedina, esa
estéril cicatriz a los que los malagueños nos empeñamos en seguir llamando “El
Río” para pasmo de los foráneos que son incapaces de concebir un río sin agua. Los
desvíos de tráfico por las eternas obras desaconsejan la saturada Alameda de
Colón. Es una pena, porque la sombra de sus palmeras esconde dos interesantes
edificios decimonónicos. Sólo a altas horas de la madrugada, antes de que la
ciudad y el tráfico despierten, se impregna de ese espíritu melancólico que le
hizo llamarse Alameda de los Tristes, probablemente porque era trayecto forzoso
para los reclutas que contemplaban su último recorrido antes de ser embarcados
en el puerto hacia el matadero de la guerra de Marruecos.
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Alameda de Colón |
Ya
que de Marruecos hablamos, a pocos metros, Al-Yamal
es un oasis donde Pedro y Juana se resisten a la bohemia prefabricada del
llamado Soho con la misma
indiferencia con la que hace décadas se resistían al ambiente entonces degradado
y marginal de la zona. Es un placer degustar las especialidades marroquíes que
trajeron de su Tetuán natal arrullado por el incesante murmullo de la fuente.
Pedro es, además, un lector y bibliófilo incorregible. Cuando la clientela
abandona el local después de cenar, Miles Davis suena para los rezagados y se
charla de literatura mientras la familia recoge las mesas. Si alguna vez tienen
duda sobre qué edición de “Las Mil y una noches” adquirir, no duden en
preguntarle. Al regresar a la calle, no puedo evitar pensar que este barrio
reconvertido en posmoderno y “chic” de forma artificial, no fue otra cosa que
el delta del Guadalmedina hasta el siglo XVII: la famosa Isla de Arriarán de la
que Cervantes habla en su Quijote como uno de los señeros lugares de mala vida
en España.
(Continuará)
Hola, Daffari! Me alegra tu vuelta a la blogosfera -espero que por mucho tiempo- y leer tus descripciones de Málaga, una de mis visitas pendientes. Curiosa la historia de la Isla de Arriarán, parece que era una comunidad fuera de las murallas que tenía el control del puerto y de muchas actividades al margen de la ley.
ResponderEliminarSaludos!
Borgo.
Y a mí si que me alegra verte por aquí. Pronto pasaremos también por el Borgo. Tu dato sobre la isla de Arriarán revela que conoces el pasado de la ciudad mejor que la mayoría de los malagueños.
ResponderEliminar¡Un saludo!