lunes, 4 de noviembre de 2019

La otra Málaga (1). El Perchel y el ensanche de la Alameda

Para quien llega a la ciudad desde casi cualquier medio de transporte, lo fácil es comenzar este recorrido desde la explanada de la Estación. Málaga fue uno de los incipientes focos de la revolución industrial española y la burguesía local tuvo la iniciativa de que el ferrocarril suministrara material a las fábricas y altos hornos. Aún se conservan las pequeñas torres originales que flanqueaban la terminal pero, incomprensiblemente, la marquesina de acero y vidrio que las cubría (obra cumbre de la ingeniería de la época) en lugar de ser integrada en el nuevo edificio duerme un sueño de óxido en algún almacén.

Marquesina original de la estación ferroviaria de Málaga
A pocos metros, el monumento a la familia Gálvez carece de cualquier mérito artístico, pero lo importante es su labor de rescate desde el olvido histórico. Bernardo de Gálvez llegó a ser virrey de Nueva España y fue uno de los héroes de la independencia de Estados Unidos. En el desfile de la victoria ocupó un puesto de honor nada menos que junto a George Washington. A pesar de sus éxitos, nunca olvidó su Macharaviaya natal a la que regaló una iglesia de dimensiones basilicales y una fábrica de naipes en la que emplear a sus vecinos de la Axarquía.

Callejeando hasta el maltrecho Perchel podemos hacer una parada en el mercado del Carmen. Algunos puestos han aprovechado para extender mesas hasta la zona habilitada por la restauración del antiguo claustro del convento donde Torrijos pasó su última noche antes de ser fusilado en la playa a escasos metros. Los clientes del mercado terminan sus compras y se mezclan con algunos turistas despistados para disfrutar de una cerveza y del buen tiempo a la espalda de la iglesia carmelitana. Pero la verdadera vida late en su interior, como en el puesto de Encarni y Manolo, en el que la historia de la familia y el mercado se confunden despiezando y despachando carnes desde hace cuatro generaciones. 

De regreso a la luz natural, calle Ancha del Carmen espera. La reciente peatonalización invita al paseo, pero ha perdido el sabor añejo que le confería el antiguo suelo. Durante las obras, los vecinos de toda la vida pavimentaron su nostalgia llevándose a casa un adoquín como recuerdo ante la mirada atónita de los obreros. A mí me gusta especialmente en esas prontas noches de otoño en las que la bruma acude desde el mar para difuminar la luz de las farolas y la silueta de sus edificios se desdibuja evocando la que fuera calle del gremio de los sastres hasta el siglo XVII. A escasos metros, en la vecina iglesia de San Pedro, se reunieron para fundar su propia cofradía bajo la Virgen de los Dolores, que sigue recibiendo a los devotos con su triste y hermosa mirada.

Para acceder al centro histórico hay que cruzar algún puente del Guadalmedina, esa estéril cicatriz a los que los malagueños nos empeñamos en seguir llamando “El Río” para pasmo de los foráneos que son incapaces de concebir un río sin agua. Los desvíos de tráfico por las eternas obras desaconsejan la saturada Alameda de Colón. Es una pena, porque la sombra de sus palmeras esconde dos interesantes edificios decimonónicos. Sólo a altas horas de la madrugada, antes de que la ciudad y el tráfico despierten, se impregna de ese espíritu melancólico que le hizo llamarse Alameda de los Tristes, probablemente porque era trayecto forzoso para los reclutas que contemplaban su último recorrido antes de ser embarcados en el puerto hacia el matadero de la guerra de Marruecos.

Alameda de Colón
Ya que de Marruecos hablamos, a pocos metros, Al-Yamal es un oasis donde Pedro y Juana se resisten a la bohemia prefabricada del llamado Soho con la misma indiferencia con la que hace décadas se resistían al ambiente entonces degradado y marginal de la zona. Es un placer degustar las especialidades marroquíes que trajeron de su Tetuán natal arrullado por el incesante murmullo de la fuente. Pedro es, además, un lector y bibliófilo incorregible. Cuando la clientela abandona el local después de cenar, Miles Davis suena para los rezagados y se charla de literatura mientras la familia recoge las mesas. Si alguna vez tienen duda sobre qué edición de “Las Mil y una noches” adquirir, no duden en preguntarle. Al regresar a la calle, no puedo evitar pensar que este barrio reconvertido en posmoderno y “chic” de forma artificial, no fue otra cosa que el delta del Guadalmedina hasta el siglo XVII: la famosa Isla de Arriarán de la que Cervantes habla en su Quijote como uno de los señeros lugares de mala vida en España.  

(Continuará)

2 comentarios:

  1. Hola, Daffari! Me alegra tu vuelta a la blogosfera -espero que por mucho tiempo- y leer tus descripciones de Málaga, una de mis visitas pendientes. Curiosa la historia de la Isla de Arriarán, parece que era una comunidad fuera de las murallas que tenía el control del puerto y de muchas actividades al margen de la ley.
    Saludos!
    Borgo.

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  2. Y a mí si que me alegra verte por aquí. Pronto pasaremos también por el Borgo. Tu dato sobre la isla de Arriarán revela que conoces el pasado de la ciudad mejor que la mayoría de los malagueños.
    ¡Un saludo!

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