sábado, 12 de junio de 2010

Vaughan Williams y Thomas Tallis: Remando al viento



"Remando al viento", de Gonzalo Suárez, no es sólo una de mis películas preferidas, sino que a juicio de quien esto escribe, es una de las mejores películas españolas de todos los tiempos.
Apenas tenía 14 años cuando la vi por primera vez y la fuerza poética y visual de sus imágenes (en las que se combina la estética romántica con pinceladas del más puro surrealismo) dejaron en mí una huella indeleble: el monstruo de Frankenstein cobrando vida en un yermo helado; Byron gritando a la noche desde una barca que se abre paso a través de la niebla; un legado papal alimentando a una jirafa en las estancias de un palacio; el cuerpo de Shelley ardiendo sobre una pira funeraria en la playa...
Pero no sólo fueron sus imágenes las que me impactaron, tampoco olvidaré que con ella decubrí la "Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis", de Ralph Vaughan Williams.
La música inglesa apuntaba talento y buenas maneras entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Buena prueba de ello son la cadena de compositores que arranca con Thomas Tallis, continúa con Tobias Hume, William Lawes y John Dowland, y culmina con Henry Purcell. Parecía que Inglaterra podía ser uno de los grandes focos del barroco musical europeo... hasta que llegó Georg Friedrich Händel en 1712.
La estancia del genio alemán en Inglaterra supuso, a efectos creativos para los británicos, algo así como el paso del caballo de Atila. Händel se encargó tan bien de cortar de raíz a todos sus potenciales rivales musicales, que incluso después de su muerte y durante más de un siglo, no apareció en Inglaterra un sólo talento musical. Hubo que esperar a finales del XIX con la irrupción de los Elgar, Holst, Vaughan Williams, etc. para que los talentos británicos volvieran a emerger y un verdadero genio musical como Benjamin Britten no surgiría hasta el siglo XX.
De los citados músicos que se mueven entre el XIX y el XX, Vaughan Williams me parece el más atractivo. Bajo la influencia de su admirado y también contemporáneo el finlandés Jean Sibelius, la figura de Vaughan Williams aparece nadando a contra corriente. En una Europa donde los compositores ya experimentaban con la liberación de la tonalidad y la armonía, Williams y Sibelius compusieron en un estilo tardorromántico que a sus colegas del continente les resultaba tan anacrónico y trasnochado como la arquitectura neogótica del Parlamento de Westminster o las paredes empapeladas de los hogares británicos. Cuando las clásicas formas sinfónicas parecían muertas y enterradas, Williams insistió en componer nada menos que nueve, una de las cuales, la 7ª (llamada "Antártica"), transmite de forma portentosa un ambiente tan misterioso y amenazador como los páramos de hielo que evoca.
Muchos años atrás la composición que dio fama al joven Williams fue la "Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis". Al igual que los artistas del romanticismo, el compositor inglés recurrió al pasado nacional en busca de inspiración y convirtió un tema musical del siglo XVI en una pieza de fuerte contenido dramático.
También la película de Gonzalo Suárez es un hito romántico en todo el sentido estético e ideológico del término (no en su afección como sinónimo de cursi y sentimental). Una historia que exalta el culto por la libertad, la aventura, la atracción enfermiza por la muerte. Pero también un relato sobre ese miedo irracional que todos tenemos a que los malos augurios que nos asaltan de forma involuntaria sobre nuestros seres queridos, puedan materializarse en la realidad como en la peor de las pesadillas.

sábado, 22 de mayo de 2010

Francisco Ibáñez, creador de lenguaje gráfico

Siempre me ha encantado la palabra tebeo. Es corta, sonora, pertenece a nuestra cultura y posee una suerte de fuerza pictográfica igual a aquello que describe. A partir de los ochenta, por influencia de la cultura americana, comenzó a imponerse, no sin cierto esnobismo, la palabra cómic. A tebeo comenzó a achacársele un halo peyorativo. Los cosmopolitas sofisticados leían cómics y los tebeos eran cosas de provincianos infantiles. Ignorando, por supuesto, que la palabra cómic no es más que una forma hipocorística del inglés comical (que precisamente representa eso mismo que querían denostar en tebeo).
En los últimos años se ha dado una vuelta de tuerca más. El cómic es demasiado adolescente para todos aquellos con pretensiones artísticas. Está cargado en exceso de superhéroes en mallas y su única aspiración es ser adaptado al cine. Ahora las personas serias hacen y leen "novelas gráficas". De tebeos, ni hablamos.
Yo pertenezco a una generación que prácticamente aprendió a leer con los tebeos. Zipi y Zape, (de Escobar), Anacleto (de Vázquez) o sir Tim O' Theo (de Raf), eran tan familiares y cotidianos para los niños de nuestra época como ahora puedan serlo los participantes de cualquier infame "reality show". Pero por encima de todos estaban Mortadelo y Filemón, de Ibáñez.
Francisco Ibáñez (creador no sólo de los agentes dela T.I.A. sino también de Pepe Gotera y Otilio, 13 rue del Percebe, Rompetechos, Tete Cohete y un largo etcétera), fue el primer autor al que yo admiré antes de siquiera saber que Bach, Robert Graves o Billy Wilder existían. Bajo su todopoderosa influencia mi hermano, mi vecino Joaqui y yo realizábamos una "revista" con nuestros propios personajes e historietas llamada Camorra. Venerábamos tanto a Ibáñez y lo veíamos tan genial, que nuestra lógica infantil no entendía por qué ningún medio de comunicación le diera importancia ni cobertura a su labor creativa. Ahora lo entiendo aún menos.
Ibáñez, en uno de sus clásicos rasgos de ironía hipercorrosiva, fomentaba esa idea en nuestro imaginario al caricaturizarse en sus propias viñetas como una caprichosa prima donna enriquecida gracias al éxito de sus creaciones. Años después supimos que, como todos los dibujantes de la editorial Bruguera, trabajaba en condiciones casi serviles y ni siquiera era propietario de los derechos intelectuales de sus creaciones. Y a pesar de su citado currículum creativo y de vivir en un país donde cualquier pelagatos cuyo trabajo se pueda relacionar vagamente con la música, el cine o la literatura no duda en calificarse de "artista", jamás se dio bombo ni hizo ningún brindis cara a la galería en ninguna de sus historietas. Es más, haciendo gala de su modestia y su sentido del humor, era el primero en parodiar su condición creativa con modesto humor (como en estas viñetas de "Soborno").

Pero en este arículo no sólo quiero reivindicar a Francisco Ibáñez como autor, sino también como creador. De la palabra en cuestión dice literalmente el diccionario de la RAE: que crea, establece o funda algo. (Poeta, artista, ingeniero creador). También incluimos en esta definición a quienes innovan o explotan por primera vez recursos narrativos propios de su parcela artística.
El tebeo está a medio camino entre la pintura y la literatura. Pero, a diferencia de la propia literatura, pintura o cualquier otra manifestación creativa, casi nadie le otorga la categoría de arte. Un caso similar durante muchos años (aunque no tan marginado) ha sido el cine. El cine es arte pero "con la boca pequeña". Muchos de los que afirman reconocerle la categoría de arte serían los primeros en rasgarse las vestiduras si ponemos a Ford, Bergman o Truffaut a una altura similar a la de Saul Bellow, Sartre o Arthur Miller (por citar algunos ejemplos contemporáneos). De tebeos, por supuesto, ni hablamos.
El rasgo que más identifica al tebeo y condiciona su lenguaje es el uso de viñetas. Cada escena se enmarca en uno de esos cuadraditos que vienen a ser el equivalente al plano en el cine. Ibáñez dio un paso más como creador al darle utilidad narrativa al espacio entre viñetas:
Ibáñez jamás nos dice como Mortadelo cambia de disfraz (¿es un poder de mutación que posee Mortadelo? ¿o se trata de un caso de supervelocidad para cambiarse de ropa?) porque ese proceso lo realiza el personaje durante el cambio de viñeta, dejándolo así a la interpretación del lector.
Incluso el propio Fesser optó inteligentemente (en su por otra parte vulgar, soez y escatológica adaptación cinematográfica) por no mostrar jamás ante la cámara como Mortadelo cambia de disfraz para no traicionar la ambigüedad que permite el lenguaje narrativo propio del tebeo. La genialidad es a veces tan sencilla como la modesta línea que separa una viñeta de su vecina. Así es Ibáñez, modesto y genial.
El artista, y por extensión el arte que representa, no se toma muchas veces en serio hasta recibir un reconocimento público oficial en forma de respetable galardón. Muchos pensamos que, por ejemplo, el fallecido Hugo Pratt, merece figurar en el ámbito del tebeo a la altura que sus admirados Jack London o Saint Exupery en la literatura, pero ya nunca nadie podrá premiarle.
Desde aquí reivindico a Francisco Ibáñez como un merecido candidato al premio Príncipe de Asturias de las artes. ¿Por qué no? Ya se lo dieron a Woody Allen y también supuso un reconocimiento al cine. A no ser que consideremos que hacer feliz a varias generaciones de lectores tenga menos méritos que los realizados por Obama para conseguir el Nobel.
Hace pocos años me encontré frente a frente con Ibáñez en una firma de tebeos. Un momento que había soñado desde niño. Como tal me acerqué a él de forma tímida y temblorosa para balbucearle su influencia en aquella temprana vocación y le hablé de "Camorra". ¡Entonces somos colegas! exclamó, y con esas mismas palabras me dedicó un dibujo. Lo guardo como oro en paño, maestro.

lunes, 17 de mayo de 2010

Perdóneme, abuelo, porque he pecado

El profeta Zacarías, por Miguel Ángel, en la bóveda de la capilla Sixtina.
Ese día todos los profetas se avergonzarán de su misión y ninguno vestirá su manto para predicar.
Y cada uno dirá. “No soy profeta; sino agricultor. La tierra siempre fue mi ocupación”.
Zacarías 13, 4-5.

Con ese mismo espíritu me dirigía yo al estadio de la Rosaleda. Sin vestir, por primera vez en toda la temporada, la camiseta del Málaga. La falta de fe en la permanencia y la vergüenza ante una más que previsible goleada del Madrid me habían dejado en casa las ganas de lucir los colores albicelestes. Mi intención no era otra que la de confundirme entre las filas de pueblerinos (en el buen sentido de habitantes de pueblo) que acuden en masa a la Rosaleda cada vez que juegan el Barcelona o el Madrid.
Una semana antes mi fe y dignidad malaguista habían tocado fondo y para que se cumpliera otra de las profecías del propio Zacarías (esa que los evangelistas adjudican al Iscariote), había puesto en venta mi abono con la idea de, al menos, sacar algún provecho de la nefasta temporada de juego y resultados con la que había malgastado mi dinero.

“Si os parece bien tasad mi precio, si no, dejadlo”.
Ellos tasaron mi precio en treinta siclos.
Zacarías 11, 12.

Pero el destino y el Dios del fútbol me tenían guardada una lección que no podría olvidar y no consintieron que el abono se vendiera. Así que allí estaba yo. Sentado a desgana en la grada. Tragando sapos y culebras. Asistiendo a lo que no quería asistir: el descenso del Málaga y (¡horror!), lo que podía ser peor por el insoportable contraste; ver al madridismo celebrar un título en la Rosaleda.
Ya el temprano gol me hizo olvidar la temporada, los sapos y culebras y hasta las treinta monedas de plata. Yo adoro la música, el cine y la literatura, pero ni Wagner, John Ford o Borges pueden trasmitir la eléctrica descarga de adrenalina que nos hace vivir este espectáculo real al que llamamos fútbol.
A falta de cinco minutos, si el resultado se mantenía, el destino del Málaga dependía de que el Tenerife no ganara en Valencia. Todo el estadio tenía los ojos en la Rosaleda y los oídos en Mestalla y desde allí, se cantó un gol…
Para demostrar que se cumplía un destino escrito con letras de profecía bíblica, quiso el Dios del fútbol que fuera Alexis, uno de los muchos malaguistas exiliados en busca de un futuro mejor, quien marcara el gol que daba la victoria al Valencia y confirmaba al Málaga en primera.
Yo lloraba en mi asiento como un niño con la cabeza entre los brazos mientras mi hermano se abrazaba eufórico con un montón de desconocidos. Porque el fútbol tiene esas cosas: la comedia, el drama, la realidad en definitiva que transmite, es auténtica. El fútbol se vive como la vida misma.
A pesar de que ambos reaccionamos de forma antagónica ninguno de los dos pudo evitar acordarse inmediatamente de ti. De tu malaguismo irreductible; de que siempre mantenías una fe inquebrantable en este equipo. Y de que el Málaga, como cumpliendo una señal profética que nos habías dejado y no supimos interpretar, había regresado a primera un 30 de junio de 2000. El día que, como signo de fe en su resurrección, se cumplía un año de tu muerte. Perdóname, abuelo. He pecado contra el malaguismo y contra ti.
Qué lejos quedaba Canaletas. Qué lejos las obligaciones de esos equipos grandes, tan acostumbrados a ganar, que ya en agosto ningún barcelonista recordará esta Liga. En cambio, aquí, en Málaga, ninguno de los que asistió el 16 de mayo a la Rosaleda, olvidará este día.
Hoy Málaga amaneció teñida de blanquiazul. Niños y no tan niños pasean por las calles orgullosos de sus camisetas. La ciudad huele a fútbol. A fútbol de primera.
Gracias por enseñarme a amar un equipo modesto.


sábado, 8 de mayo de 2010

El adiós de Mahler

Gustav Klimt "El árbol de la vida" (detalle)
Críticos, músicos e historiadores parecen de acuerdo en que el germen de la música moderna se gestó el 10 de junio de 1865, fecha del estreno de la ópera Tristán e Isolda de Richard Wagner. En aquella partitura, por primera vez en la historia de la música clásica, el cromatismo musical igualaba en importancia a la tonalidad y, desde su famoso primer acorde, aparecían notas caracterizadas por la inestabilidad armónica.
En las décadas que separan esa fecha del inicio del siglo XX, compositores como Debussy, Janaček, Richard Strauss o Ravel, se adentraron por el camino iniciado en el Tristán, coqueteando con la liberación de las formas tonales, pero ninguno se atrevió a romper las barreras de la armonía. Gustav Mahler, hombre a caballo entre una gran variedad de contradicciones (romanticismo y modernidad; Europa y América; judaísmo y cristianismo; decadencia y renovación) fue, tal vez por todas estos conflictos, quien llegó un poco más lejos.
En 1907 Mahler comenzó la que, siguiendo la numeración convencional, debería haber sido su Novena sinfonía, pero a todas las contradicciones anteriormente expuestas hay que añadir que Mahler era profundamente supersticioso. Todos los músicos del ámbito cultural germano que habían dado protagonismo a la sinfonía, comenzando por el propio Beethoven y pasando por Schubert y Bruckner, habían sido incapaces de sobrevivir a la composición de más de nueve sinfonías. Amparándose en la intervención de la voz (algo que ya aparecía en otras de sus sinfonías precedentes como las 2ª, 3ª, 4ª y 8ª), Mahler trató de sortear esa “maldición” bautizándola como Das Lied von der Erde (“La canción de la Tierra”).
En 1909 termina una nueva sinfonía. Sin presencia de la voz y con la clásica estructura en cuatro movimientos. Ya no hay forma esquivar al destino y Mahler no tiene más remedio que numerarla con el 9. Los malos presagios de Mahler se habían hecho realidad en el ínterin entre ambas composiciones, ya que, tras varios episodios de arritmia, le había sido diagnosticada una irreversible y avanzada enfermedad coronaria. Mahler sabe que va a morir más pronto que tarde y que, a pesar de sus ardides para esquivar al destino, la Novena va a ser su última creación.
Toda la obra, pero en especial su cuarto y último movimiento, es planteado como un adiós a la vida. Pero no es una despedida testamentaria y resignada, sino la protesta de alguien que se rebela contra un final injusto; de quien ama profundamente la vida, se considera joven para morir (efectivamente no tenía ni 50 años) y piensa en todo lo que aún le podría deparar en el plano artístico (Mahler nunca se consideró suficientemente comprendido ni valorado) y personal. En este último aspecto juega un papel clave el intenso amor que profesaba hacia su mujer, un amor que en cierto modo le acomplejaba (Alma era casi veinte años más joven que él) y le hacía sentirse inseguro al pensar en el entorno personal de su esposa.
A lo largo del cuarto movimiento, como si de un sueño recurrente se tratase, va erigiéndose como protagonista de la música una obsesiva melodía de forma cíclica y esquema espiral que recuerda a esos sinuosos arabescos que decoran los fondos de muchos de los cuadros de su compatriota y contemporáneo Gustav Klimt. Esa hipnótica y febril melodía no es otra cosa que la agónica lucha de Mahler contra la muerte. A mitad el cuarto movimiento hay un breve instante de paz espiritual (Bernstein, el mayor mahleriano de todos los tiempos, lo calificó de momento zen) en la que el compositor, a través de la música, parece aceptar la muerte (no por casualidad cobran protagonismo los clásicos instrumentos de viento-madera de las capillas musicales para difuntos), pero en seguida Mahler vuelve a rechazar la idea e irrumpe con violencia el tema principal. Finalmente su fuerza irá decayendo y la sinfonía concluye con la música fundiéndose lentamente en el silencio (igual que la vida se acaba fundiendo con la muerte). Mahler, finalmente, parece afrontar su destino en paz.
El 18 de mayo de 1911, tras varios días de agotadora lucha entre sueño y vigilia, Mahler hace un esfuerzo agónico para pronunciar la palabra “Mozart”. Probablemente, por asociación de ideas, recordaba en el momento de se muerte al genio salzburgués. Fueron, efectivamente, sus últimas palabras.
El otro adiós de Mahler es a la propia forma sinfónica (de quien el se sabía último representante) e incluso a la tonalidad. En el Adagio de la Novena, Mahler lleva la melodía hasta el mismo umbral de la tonalidad. La partitura de la Novena sinfonía está recorrida por disonancias, por acordes cuya tensión no parece resolverse. Sólo hacía falta un tímido empujón para que la música traspasara la puerta. No por casualidad sería un discípulo de Mahler, el brillante Arnold Schoenberg, quien atravesara esa puerta, pero no tímidamente, sino haciéndola saltar por los aires. La música ya no volvería a ser la misma.




Para aquellos que han decidido dedicar 25 escasos minutos de su vida a la audición del Adagio de la novena sinfonía de Mahler dejo estas sencillas recomendaciones:
Procura hacerlo con un equipo de sonido que garantice un mínimo de calidad (abstenerse de los altavoces del PC).
Sírvete tu copa preferida y ponte lo más cómodo y relajado posible.
Elige una hora en la que puedas aislarte del mundo, teléfono móvil incluido, durante estos escasos 25 minutos.
Libérate de prejuicios y… Disfruta.