La Plaza de la Merced es sin duda la que alberga más historia de Málaga. En una de sus esquinas se conserva la casa donde Picasso vino a la vida, mientras que al pie del monolito se esconde la cripta que alberga los restos de Torrijos y sus compañeros. El suelo donde se erige el monumento fue donado a
Francia por el gobierno liberal de la época para evitar su demolición en
previsión de futuras tiranías poco respetuosas con la legalidad. Aunque no se
conserva el documento escrito que refrenda la cesión, ni siquiera Franco se
atrevió a violar la soberanía francesa y sólo tapó el monumento con un
andamiaje externo hasta bien avanzado su régimen. El paseo por Madre de Dios bajo
los balcones y los cierres de madera y la atenta mirada del Teatro Cervantes se
hace muy agradable. A mitad de su camino, calle Hinestrosa sorprende con un
aire popular de otros tiempos gracias a esas macetas que se encaraman en sus
paredes y balcones. En el lugar donde Madre de Dios converge con Montaño y
Mariblanca, se levanta intacta la primera casa señorial que disfrutó de agua
corriente en el siglo XVIII gracias a la alcubilla (aún conservada a pocos
metros en el barrio de Capuchinos) que distribuía el agua desde el acueducto de
San Telmo. Sin abandonar el camino nos internamos por calle Guerrero. La
estrechez de la acera nos obliga a acariciar las paredes de la hermosa iglesia
de San Felipe. Merece la pena entrar para contemplar su originalísima cúpula
oval, una audaz solución arquitectónica a la que sus diseñadores se adaptaron
obligados por la limitación de la forma del solar. Si continuamos sorteando la
fachada, descenderemos por calle Cabello, que aún respeta su antiguo empedrado
de guijarros bajo la vista de antiguos balcones cerrados a cal y canto. Al
salir, podemos asomarnos curiosos a calle los Cristos, pues conserva la última
fuente pública de la época en las que los vecinos necesitaban acudir para
suministrarse.
Fuente en la calle de los Cristos |
Quien
prefirió quedarse en la Plaza de la Merced y aún tiene energías puede subir la
cuesta de Mundo Nuevo entenderá, al atravesar el túnel, por qué su nombre está plenamente justificado.
Mientras avanzamos por la oscuridad, la ciudad aprovecha para girarse con
travesura, dar la espalda al callejero urbano de torres y tejados y encontrarse
con el mar. El paseo diurno serpenteando por la ladera de los jardines de
Puerta Oscura es acompañado por el tintineo del los destellos del sol sobre el
azul del agua. El paseo nocturno era en cambio indiscreto, ya que fue zona de
amores fugaces y prohibidos.
El lugar del Parque que menos ha cambiado desde que tengo memoria es toda la terraza elevada paralela al Paseo de los Curas. A pesar de su casto nombre, la sombra abovedada de sus centenarios plátanos orientales era uno de los lugares favoritos por quienes se atrevían a intentar su primer beso. Contaba además con la ventaja de tener sólo al mar como testigo del éxito o fracaso.
Paseo de los Curas |
¿Y
calle Larios?, dirán ustedes. La calle que ha perdido su alma entre las multitudes
de turistas, locales de franquicias y tiendas de polos que han sustituido al
comercio tradicional. Sin embargo, como bien saben mis amigos Luis Chamizo y
Héctor Arenas, hay un momento en que recupera su espíritu con toda su fuerza.
Los fines de semana, durante las primeras horas del día, cuando aún no hay
ningún negocio abierto y el suelo brilla con la pátina de la humedad nocturna,
se produce el mágico efecto de que es ella quien parece contemplarte a ti desde
los infinitos ojos en los que se convierten sus ventanas. Y es que,
precisamente, los redondeados edificios que siguen el estilo arquitectónico de
la Escuela de Chicago fueron concebidos como palcos desde los que la burguesía
malagueña contemplaría el escenario en el que iba a convertirse la principal
vía de la ciudad durante sus principales eventos. Esa misma burguesía que
levantó la estación de tren a la que ahora regresamos sobre nuestros pasos.
Añorada quietud en la Calle de Larios |
Disfruten
mientras puedan de esta Málaga o de “su otra Málaga”. Disfruten antes de que
sea devorada de forma inexorable por esa marea humana regurgitada por los
cruceros como ya ha ocurrido en otras ciudades.