jueves, 21 de noviembre de 2019

La otra Málaga (y 4). Entorno de la plaza de la Merced y el mar

La Plaza de la Merced es sin duda la que alberga más historia de Málaga. En una de sus esquinas se conserva la casa donde Picasso vino a la vida, mientras que al pie del monolito se esconde la cripta que alberga los restos de Torrijos y sus compañeros. El suelo donde se erige el monumento fue donado a Francia por el gobierno liberal de la época para evitar su demolición en previsión de futuras tiranías poco respetuosas con la legalidad. Aunque no se conserva el documento escrito que refrenda la cesión, ni siquiera Franco se atrevió a violar la soberanía francesa y sólo tapó el monumento con un andamiaje externo hasta bien avanzado su régimen. El paseo por Madre de Dios bajo los balcones y los cierres de madera y la atenta mirada del Teatro Cervantes se hace muy agradable. A mitad de su camino, calle Hinestrosa sorprende con un aire popular de otros tiempos gracias a esas macetas que se encaraman en sus paredes y balcones. En el lugar donde Madre de Dios converge con Montaño y Mariblanca, se levanta intacta la primera casa señorial que disfrutó de agua corriente en el siglo XVIII gracias a la alcubilla (aún conservada a pocos metros en el barrio de Capuchinos) que distribuía el agua desde el acueducto de San Telmo. Sin abandonar el camino nos internamos por calle Guerrero. La estrechez de la acera nos obliga a acariciar las paredes de la hermosa iglesia de San Felipe. Merece la pena entrar para contemplar su originalísima cúpula oval, una audaz solución arquitectónica a la que sus diseñadores se adaptaron obligados por la limitación de la forma del solar. Si continuamos sorteando la fachada, descenderemos por calle Cabello, que aún respeta su antiguo empedrado de guijarros bajo la vista de antiguos balcones cerrados a cal y canto. Al salir, podemos asomarnos curiosos a calle los Cristos, pues conserva la última fuente pública de la época en las que los vecinos necesitaban acudir para suministrarse.
Fuente en la calle de los Cristos
Quien prefirió quedarse en la Plaza de la Merced y aún tiene energías puede subir la cuesta de Mundo Nuevo entenderá, al atravesar el túnel,  por qué su nombre está plenamente justificado. Mientras avanzamos por la oscuridad, la ciudad aprovecha para girarse con travesura, dar la espalda al callejero urbano de torres y tejados y encontrarse con el mar. El paseo diurno serpenteando por la ladera de los jardines de Puerta Oscura es acompañado por el tintineo del los destellos del sol sobre el azul del agua. El paseo nocturno era en cambio indiscreto, ya que fue zona de amores fugaces y prohibidos.

El lugar del Parque que menos ha cambiado desde que tengo memoria es toda la terraza elevada paralela al Paseo de los Curas. A pesar de su casto nombre, la sombra abovedada de sus centenarios plátanos orientales era uno de los lugares favoritos por quienes se atrevían a intentar su primer beso. Contaba además con la ventaja de tener sólo al mar como testigo del éxito o fracaso.
Paseo de los Curas
¿Y calle Larios?, dirán ustedes. La calle que ha perdido su alma entre las multitudes de turistas, locales de franquicias y tiendas de polos que han sustituido al comercio tradicional. Sin embargo, como bien saben mis amigos Luis Chamizo y Héctor Arenas, hay un momento en que recupera su espíritu con toda su fuerza. Los fines de semana, durante las primeras horas del día, cuando aún no hay ningún negocio abierto y el suelo brilla con la pátina de la humedad nocturna, se produce el mágico efecto de que es ella quien parece contemplarte a ti desde los infinitos ojos en los que se convierten sus ventanas. Y es que, precisamente, los redondeados edificios que siguen el estilo arquitectónico de la Escuela de Chicago fueron concebidos como palcos desde los que la burguesía malagueña contemplaría el escenario en el que iba a convertirse la principal vía de la ciudad durante sus principales eventos. Esa misma burguesía que levantó la estación de tren a la que ahora regresamos sobre nuestros pasos.

Añorada quietud en la Calle de Larios

Disfruten mientras puedan de esta Málaga o de “su otra Málaga”. Disfruten antes de que sea devorada de forma inexorable por esa marea humana regurgitada por los cruceros como ya ha ocurrido en otras ciudades.

jueves, 14 de noviembre de 2019

La otra Málaga (3). La Catedral y alrededores

A través de calle Comedias y la plaza de bulliciosa vida nocturna llamada del Marqués del Vado del Maestre pero a la que todos los malagueños se refieren como “de Mitjana”, llegaremos a Calderería. En la esquina donde converge con Granada, la tradicional clientela del Café Madrid se resiste a rendirla a los turistas. De esta forma Luis, uno de los camareros de toda la vida, es tan capaz de atender con la confianza que otorgan los años de familiaridad a las ancianas que no han perdido la costumbre de bajar a desayunar, como de chapurrear en un inglés de tinte boquerón a los extranjeros que acaban de pedir la cuenta. Uncibay fue la más cinéfila de las plazas de Málaga hasta la década de 1970 con el Málaga Cinema y el Goya. El suelo a dos niveles, el monolito y las fuentes afean hoy día el lugar y si hemos llegado hasta aquí, es sólo para entrar en Áncora. Lo que distingue a una tienda de libros de una librería, es que en la primera los despachan y venden como un producto más de consumo. Enrique es, en cambio, el último librero de Málaga. Su librería es un lugar de encuentro donde la charla con el propietario y el resto de clientes habituales acaba sugiriendo y descubriendo lecturas que terminan en la bolsa junto a los libros que inicialmente hemos venido a comprar.

La Torre de la Catedral desde Salinas
Málaga es, que yo sepa, la única ciudad del mundo que tiene un monumento a la desidia, sólo que aquí lo llamamos Catedral. En 1782 los fondos de su presupuesto decidieron gastarse en otros menesteres y el templo quedó inconcluso sin torre sur y, lo que es peor, sin cubierta. Y es que, en Málaga, las obras no finalizan jamás. Al malagueño, que se le escapa toda fuerza por la boca, en el fondo le da igual. Pero de la Catedral hablábamos. La forma más impactante de llegar hasta ella es o bien a través de calle Fresca, (en la que el caminante hallará plenamente justificado su nombre en esas tórridas sobremesas de verano) o bien por Salinas, donde merece la pena asomarse a un hermosísimo palacio del siglo XVII cuyo patio alberga ecos de un origen musulmán. Ambos caminos confluyen junto al lateral liso de la fachada del Palacio Episcopal que, como si se tratara del telón que oculta un escenario, aguarda ser apartado al doblar la esquina para que la Catedral irrumpa en todo su esplendor. Suele pasarse por alto que el edificio está construido muy por encima del nivel de la calle, por lo que el acceso a cualquiera de sus puertas debe siempre salvar un desnivel por medio de escalinatas, rampas o balaustradas. La razón es que en la época de la fundación de la ciudad, cuando la línea de costa llegaba mucho más al interior, el solar era un islote que sobresalía del mar. Los fenicios eligieron el promontorio para levantar un santuario, probablemente a Astarté. Después debió ser templo romano y, naturalmente, mezquita. Cada religión demolió el edificio anterior para erigir el suyo, pero sin embargo todas las culturas presupusieron que el terreno debió ser elegido por tener alguna conexión con lo sagrado. Prueba de ello es que ni siquiera los cristianos se atrevieron a allanarlo para levantar la Catedral.
 
La Torre de los Maqueses de Buenavista en San Agustín
A pesar de estar en el epicentro de la masificación turística, el viejo empedrado salva a calle San Agustín. La calle custodia la vista más hermosa de la torre de la Catedral, que mantiene un diálogo mudo con la del Palacio de los Marqueses de Buenavista (actual Museo Picasso). Desde, allí podemos dirigirnos hacia Beatas. No hay que dejarse engañar por el aspecto degradado de algunos de sus edificios, ya que esconden antiguos palacetes e incluso un corral de comedias del siglo XVII. Su recorrido nos permite asomarnos a callejuelas ocultas como Pita o Cañuelo de San Bernardo. Ambas conducen a ese tesoro desapercibido de exquisita arquitectura urbana decimonónica que es calle Niño de Guevara. Si hemos continuado por calle Beatas, merece la pena desorientarse a través de Tomás de Cózar para, cuando nos creíamos perdidos, irrumpir justo frente a la iglesia de Santiago y su torre-alminar de estilo mudéjar.

Torre mudéjar de la Iglesia de Santiago
(Continuará)

sábado, 9 de noviembre de 2019

La otra Málaga (2). El entorno de San Juan, Carretería y los Mártires

Otro acceso alternativo hasta el centro es a través de Santo Domingo. Pero antes, aunque sea de forma fugaz,  merece la pena saludar a la Dolorosa que custodia el puente y a María, que lleva media vida haciéndole compañía a cualquier hora rompiendo de forma apenas perceptible la soledad de la capilla callejera. El Puente de Santo Domingo es llamado por los malagueños “De los Alemanes”, ya que fue construido en 1910 por el gobierno del káiser para agradecer el rescate de supervivientes de la fragata Gneisenau. Al servicio de su construcción se pusieron la misma técnica y materiales utilizados en la entonces reciente Torre Eiffel. Prueba de ello, es que es el más antiguo de la ciudad y, probablemente, el más sólido. Desde la orilla del Perchel hay una edificación dueña y señora indiscutible de ese perfil de la ciudad a la espera de que la especulación urbanística haga un nuevo estrago. Nos referimos a la torre de San Juan hacia la que ya dirigimos nuestros pasos.

Puente de Santo Domingo o "De los Alemanes"
A algunos espacios el destino les depara paradójicas sorpresas. Actualmente la amplia y destartalada plaza de Camas es un lugar de ambiente familiar donde no falta ni el parque infantil. Una zona que, hasta hace pocas décadas, era un evitable dédalo de callejuelas de mala reputación. Nuestro único interés por la zona será el acceso hasta calle San Juan. A los pies de la torre de su iglesia, la familia Hinojosa regenta su zapatería desde hace un siglo. Es uno de esos últimos comercios donde, con conocimiento de la profesión y de la mercancía, aún se atiende al público de esa forma tradicional no exenta de gracejo en la que el vendedor conoce mejor lo que el cliente necesita aunque sea la primera vez que aparece en el umbral de la puerta. También es el sitio ideal para adquirir unas alpargatas tradicionales y, en Cuaresma, “zapatos para el nazareno y el hombre de trono”. Precisamente la vecina y angosta calle Santos mantiene durante todo el año el aroma a incienso cofrade que le confiere su cerería. En la esquina que huye de la calle, se encuentra la cafetería Framil, parada obligada para quien  prefiera los churros al tejeringo tradicional, ya que aquí puede disfrutar de su exquisito sabor, lejos de lugares más afamados y atestados de turistas.

Desde allí podemos continuar hacia Carretería. Ahora debemos disfrutar de su recorrido mientras podamos pues, paradójicamente, la calle que debe su nombre a ser el único lugar por el que cabían los carruajes frente a los callejones y adarves del interior de la ciudad, pronto será la siguiente presa de la peatonalización con el fin último de ser invadida por terrazas y sillas. En el portal número 15 aún puede contemplarse la línea hasta donde llegó el agua en aquella trágica riá de 1907 que incluso destruyó todos los puentes de la ciudad y en la que la Alemania imperial encontró un motivo para devolver la hospitalidad por su naufragio. Unos metros más adelante en la acera opuesta, Julia Bakery ofrece la que, probablemente, sea una de las mejores tartas de queso del país. Quien lo crea exagerado no tiene más que pedir una porción. 

Estado de calle Carretería tras la riá de 1907
En la siguiente esquina está la que es probablemente mi calle preferida de la ciudad: Andrés Pérez. A pesar del incesante baile de aperturas, cierres y traspasos de locales, a pesar de las de las épocas de amenaza de destrucción patrimonial, el tiempo parece haberse detenido en este lugar. Allí donde el convento que los malagueños llaman “Las Catalinas” estrangula la calle, el perro de Santo Domingo toscamente tallado sostiene la antorcha entre sus fauces desafiando inerte el paso de los siglos. Sobre el dintel de piedra del número 20 se exhibe un escudo de armas de otro tiempo con el mismo orgullo con el que lo haría cuando fue erigido. La estrechez del espacio nos puede distraer de los balcones rejados y los portales que dejan entrever antiguos patios señoriales. Incluso el local abierto por Casa Mira ha entendido y respetado la atmósfera del lugar con un mobiliario de botica decimonónica enredada por coquetos reservados en los que podemos paladear su afamado turrón tanto en un “blanco y negro” como en un bombón helado.

Calle Andrés Pérez
Al dejar la heladería, el último reducto del trazado musulmán nos va a invitar a perdernos en un recorrido circular en el espacio y el tiempo. Podemos callejear por los vericuetos de Pozos Dulces para salir a la plaza de San Juan de Dios, que custodiada por el Cristo de los Faroles se resiste a perder su aire recoleto. Desde allí, atravesaremos San Telmo y su inesperado e inquietante zigzagueo final para desembocar en la esquina de Santa Lucía en la que, para cerrar nuestro círculo, el Signor D’Affari deleitó a la Málaga del siglo XIX con sus helados. Estamos en la parroquia de los Mártires, la iglesia más grande del centro con excepción de la Catedral y la que alberga suficientes cofradías como para hacer una síntesis histórica de la Semana Santa de Málaga.

(Continuará)

lunes, 4 de noviembre de 2019

La otra Málaga (1). El Perchel y el ensanche de la Alameda

Para quien llega a la ciudad desde casi cualquier medio de transporte, lo fácil es comenzar este recorrido desde la explanada de la Estación. Málaga fue uno de los incipientes focos de la revolución industrial española y la burguesía local tuvo la iniciativa de que el ferrocarril suministrara material a las fábricas y altos hornos. Aún se conservan las pequeñas torres originales que flanqueaban la terminal pero, incomprensiblemente, la marquesina de acero y vidrio que las cubría (obra cumbre de la ingeniería de la época) en lugar de ser integrada en el nuevo edificio duerme un sueño de óxido en algún almacén.

Marquesina original de la estación ferroviaria de Málaga
A pocos metros, el monumento a la familia Gálvez carece de cualquier mérito artístico, pero lo importante es su labor de rescate desde el olvido histórico. Bernardo de Gálvez llegó a ser virrey de Nueva España y fue uno de los héroes de la independencia de Estados Unidos. En el desfile de la victoria ocupó un puesto de honor nada menos que junto a George Washington. A pesar de sus éxitos, nunca olvidó su Macharaviaya natal a la que regaló una iglesia de dimensiones basilicales y una fábrica de naipes en la que emplear a sus vecinos de la Axarquía.

Callejeando hasta el maltrecho Perchel podemos hacer una parada en el mercado del Carmen. Algunos puestos han aprovechado para extender mesas hasta la zona habilitada por la restauración del antiguo claustro del convento donde Torrijos pasó su última noche antes de ser fusilado en la playa a escasos metros. Los clientes del mercado terminan sus compras y se mezclan con algunos turistas despistados para disfrutar de una cerveza y del buen tiempo a la espalda de la iglesia carmelitana. Pero la verdadera vida late en su interior, como en el puesto de Encarni y Manolo, en el que la historia de la familia y el mercado se confunden despiezando y despachando carnes desde hace cuatro generaciones. 

De regreso a la luz natural, calle Ancha del Carmen espera. La reciente peatonalización invita al paseo, pero ha perdido el sabor añejo que le confería el antiguo suelo. Durante las obras, los vecinos de toda la vida pavimentaron su nostalgia llevándose a casa un adoquín como recuerdo ante la mirada atónita de los obreros. A mí me gusta especialmente en esas prontas noches de otoño en las que la bruma acude desde el mar para difuminar la luz de las farolas y la silueta de sus edificios se desdibuja evocando la que fuera calle del gremio de los sastres hasta el siglo XVII. A escasos metros, en la vecina iglesia de San Pedro, se reunieron para fundar su propia cofradía bajo la Virgen de los Dolores, que sigue recibiendo a los devotos con su triste y hermosa mirada.

Para acceder al centro histórico hay que cruzar algún puente del Guadalmedina, esa estéril cicatriz a los que los malagueños nos empeñamos en seguir llamando “El Río” para pasmo de los foráneos que son incapaces de concebir un río sin agua. Los desvíos de tráfico por las eternas obras desaconsejan la saturada Alameda de Colón. Es una pena, porque la sombra de sus palmeras esconde dos interesantes edificios decimonónicos. Sólo a altas horas de la madrugada, antes de que la ciudad y el tráfico despierten, se impregna de ese espíritu melancólico que le hizo llamarse Alameda de los Tristes, probablemente porque era trayecto forzoso para los reclutas que contemplaban su último recorrido antes de ser embarcados en el puerto hacia el matadero de la guerra de Marruecos.

Alameda de Colón
Ya que de Marruecos hablamos, a pocos metros, Al-Yamal es un oasis donde Pedro y Juana se resisten a la bohemia prefabricada del llamado Soho con la misma indiferencia con la que hace décadas se resistían al ambiente entonces degradado y marginal de la zona. Es un placer degustar las especialidades marroquíes que trajeron de su Tetuán natal arrullado por el incesante murmullo de la fuente. Pedro es, además, un lector y bibliófilo incorregible. Cuando la clientela abandona el local después de cenar, Miles Davis suena para los rezagados y se charla de literatura mientras la familia recoge las mesas. Si alguna vez tienen duda sobre qué edición de “Las Mil y una noches” adquirir, no duden en preguntarle. Al regresar a la calle, no puedo evitar pensar que este barrio reconvertido en posmoderno y “chic” de forma artificial, no fue otra cosa que el delta del Guadalmedina hasta el siglo XVII: la famosa Isla de Arriarán de la que Cervantes habla en su Quijote como uno de los señeros lugares de mala vida en España.  

(Continuará)