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Vista nocturna del puerto ateniense del Pireo. |
Hace dos mil quinientos años los atenienses introdujeron un segundo oficiante en sus celebraciones rituales en honor a los dioses de forma que ambos podían dialogar entre sí o con el coro de feligreses. Estaban inventando, sin saberlo, el teatro. Griegos eran también aquellos que idearon un juego llamado esferomaquia que, andando el tiempo, resultaría ser uno de los precedentes del fútbol.
Decía Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia” que toda manifestación artística es el resultado del debate entre la estética apolínea (racionalidad, equilibrio, serenidad) y la dionisíaca (intuición, fantasía, frenesí). Si bien es cierto que el filósofo alemán pensaba en el teatro, la música y la ópera, su afirmación podría ser extrapolable al fútbol en cuanto espectáculo escenificado.
El espíritu apolíneo estaría representado por el orden táctico, el pase de tiralíneas o la seriedad del marcaje. Al espíritu dionisíaco corresponderían la filigrana del regate, la asistencia mágica o el ensueño de la vaselina que desafía la gravedad. Desgraciadamente lo que se ve en los terrenos de juego suele ser más digno de encomienda a Lete (la fuente del olvido del Hades), mientras la versión más burda del éxtasis báquico se refleja en los excesos etílicos de la grada.
Poco saben de momentos apolíneos o dionisíacos en la afición malaguista a lo largo de su historia. La tragedia, en cambio, la han saboreado a raudales (traumáticos descensos, futbolistas malogrados en la flor de la vida, travesía por categorías inferiores o incluso la desaparición del club). Hace dos años la fortuna pareció cruzarse en el camino cuando el club fue adquirido por un magnate que fichó jugadores cotizados y un técnico de nivel internacional. De hecho, la última temporada (con la mejor campaña en la historia del equipo y la clasificación para la Champions), sólo invitaba a soñar.
Sin embargo, apenas un mes después, el sueño pareció tornarse en pesadilla. Diversos problemas relacionados con las gestiones del jeque hicieron que éste paralizara cualquier inversión en el club. Una afición desorientada por la falta de información se despertaba cada día con noticias acerca de denuncias de clubes, impagos a la plantilla o bloqueo de Hacienda, mientras que el equipo era poco menos que abandonado a su suerte en la gira sudamericana y los jugadores emblemáticos comenzaban a ser malvendidos. Los más viejos del lugar, con el antecedente de todo el historial de infortunios, se prepararon para paladear una nueva tragedia.
Para los anales de la épica deportiva quedarán unos jugadores que, pudiendo haber huido en desbandada, apelaron a su dignidad profesional y dejaron al equipo en la máxima competición futbolística del planeta. Justo es decir que la mayor parte de la responsabilidad debe agradecerse a un Manuel Pellegrini que, como buen capitán, decidió que en caso de naufragio sería el último en abandonar el barco.
Y fue en Atenas, en Grecia, donde culminó esta historia. En la tierra de los dioses y los héroes. Del teatro, la esferomaquia y la tragedia.
A esta hora, el pétreo graderío de un teatro milenario en la ladera de Gibralfaro parece devolver el eco de unos vítores cantados por unos pocos afortunados al pie de la Acrópolis. Quizás, porque la idéntica noche es bañada por el Mediterráneo desde el Helesponto a las Columnas de Hércules. Salió la Luna de Málaga por el Pireo.
Decía Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia” que toda manifestación artística es el resultado del debate entre la estética apolínea (racionalidad, equilibrio, serenidad) y la dionisíaca (intuición, fantasía, frenesí). Si bien es cierto que el filósofo alemán pensaba en el teatro, la música y la ópera, su afirmación podría ser extrapolable al fútbol en cuanto espectáculo escenificado.
El espíritu apolíneo estaría representado por el orden táctico, el pase de tiralíneas o la seriedad del marcaje. Al espíritu dionisíaco corresponderían la filigrana del regate, la asistencia mágica o el ensueño de la vaselina que desafía la gravedad. Desgraciadamente lo que se ve en los terrenos de juego suele ser más digno de encomienda a Lete (la fuente del olvido del Hades), mientras la versión más burda del éxtasis báquico se refleja en los excesos etílicos de la grada.
Poco saben de momentos apolíneos o dionisíacos en la afición malaguista a lo largo de su historia. La tragedia, en cambio, la han saboreado a raudales (traumáticos descensos, futbolistas malogrados en la flor de la vida, travesía por categorías inferiores o incluso la desaparición del club). Hace dos años la fortuna pareció cruzarse en el camino cuando el club fue adquirido por un magnate que fichó jugadores cotizados y un técnico de nivel internacional. De hecho, la última temporada (con la mejor campaña en la historia del equipo y la clasificación para la Champions), sólo invitaba a soñar.
Sin embargo, apenas un mes después, el sueño pareció tornarse en pesadilla. Diversos problemas relacionados con las gestiones del jeque hicieron que éste paralizara cualquier inversión en el club. Una afición desorientada por la falta de información se despertaba cada día con noticias acerca de denuncias de clubes, impagos a la plantilla o bloqueo de Hacienda, mientras que el equipo era poco menos que abandonado a su suerte en la gira sudamericana y los jugadores emblemáticos comenzaban a ser malvendidos. Los más viejos del lugar, con el antecedente de todo el historial de infortunios, se prepararon para paladear una nueva tragedia.
Para los anales de la épica deportiva quedarán unos jugadores que, pudiendo haber huido en desbandada, apelaron a su dignidad profesional y dejaron al equipo en la máxima competición futbolística del planeta. Justo es decir que la mayor parte de la responsabilidad debe agradecerse a un Manuel Pellegrini que, como buen capitán, decidió que en caso de naufragio sería el último en abandonar el barco.
Y fue en Atenas, en Grecia, donde culminó esta historia. En la tierra de los dioses y los héroes. Del teatro, la esferomaquia y la tragedia.
A esta hora, el pétreo graderío de un teatro milenario en la ladera de Gibralfaro parece devolver el eco de unos vítores cantados por unos pocos afortunados al pie de la Acrópolis. Quizás, porque la idéntica noche es bañada por el Mediterráneo desde el Helesponto a las Columnas de Hércules. Salió la Luna de Málaga por el Pireo.