Siempre me ha encantado la palabra tebeo. Es corta, sonora, pertenece a nuestra cultura y posee una suerte de fuerza pictográfica igual a aquello que describe. A partir de los ochenta, por influencia de la cultura americana, comenzó a imponerse, no sin cierto esnobismo, la palabra cómic. A tebeo comenzó a achacársele un halo peyorativo. Los cosmopolitas sofisticados leían cómics y los tebeos eran cosas de provincianos infantiles. Ignorando, por supuesto, que la palabra cómic no es más que una forma hipocorística del inglés comical (que precisamente representa eso mismo que querían denostar en tebeo).
En los últimos años se ha dado una vuelta de tuerca más. El cómic es demasiado adolescente para todos aquellos con pretensiones artísticas. Está cargado en exceso de superhéroes en mallas y su única aspiración es ser adaptado al cine. Ahora las personas serias hacen y leen "novelas gráficas". De tebeos, ni hablamos.
Yo pertenezco a una generación que prácticamente aprendió a leer con los tebeos. Zipi y Zape, (de Escobar), Anacleto (de Vázquez) o sir Tim O' Theo (de Raf), eran tan familiares y cotidianos para los niños de nuestra época como ahora puedan serlo los participantes de cualquier infame "reality show". Pero por encima de todos estaban Mortadelo y Filemón, de Ibáñez.
Francisco Ibáñez (creador no sólo de los agentes dela T.I.A. sino también de Pepe Gotera y Otilio, 13 rue del Percebe, Rompetechos, Tete Cohete y un largo etcétera), fue el primer autor al que yo admiré antes de siquiera saber que Bach, Robert Graves o Billy Wilder existían. Bajo su todopoderosa influencia mi hermano, mi vecino Joaqui y yo realizábamos una "revista" con nuestros propios personajes e historietas llamada Camorra. Venerábamos tanto a Ibáñez y lo veíamos tan genial, que nuestra lógica infantil no entendía por qué ningún medio de comunicación le diera importancia ni cobertura a su labor creativa. Ahora lo entiendo aún menos.
Ibáñez, en uno de sus clásicos rasgos de ironía hipercorrosiva, fomentaba esa idea en nuestro imaginario al caricaturizarse en sus propias viñetas como una caprichosa prima donna enriquecida gracias al éxito de sus creaciones. Años después supimos que, como todos los dibujantes de la editorial Bruguera, trabajaba en condiciones casi serviles y ni siquiera era propietario de los derechos intelectuales de sus creaciones. Y a pesar de su citado currículum creativo y de vivir en un país donde cualquier pelagatos cuyo trabajo se pueda relacionar vagamente con la música, el cine o la literatura no duda en calificarse de "artista", jamás se dio bombo ni hizo ningún brindis cara a la galería en ninguna de sus historietas. Es más, haciendo gala de su modestia y su sentido del humor, era el primero en parodiar su condición creativa con modesto humor (como en estas viñetas de "Soborno").
Yo pertenezco a una generación que prácticamente aprendió a leer con los tebeos. Zipi y Zape, (de Escobar), Anacleto (de Vázquez) o sir Tim O' Theo (de Raf), eran tan familiares y cotidianos para los niños de nuestra época como ahora puedan serlo los participantes de cualquier infame "reality show". Pero por encima de todos estaban Mortadelo y Filemón, de Ibáñez.
Francisco Ibáñez (creador no sólo de los agentes dela T.I.A. sino también de Pepe Gotera y Otilio, 13 rue del Percebe, Rompetechos, Tete Cohete y un largo etcétera), fue el primer autor al que yo admiré antes de siquiera saber que Bach, Robert Graves o Billy Wilder existían. Bajo su todopoderosa influencia mi hermano, mi vecino Joaqui y yo realizábamos una "revista" con nuestros propios personajes e historietas llamada Camorra. Venerábamos tanto a Ibáñez y lo veíamos tan genial, que nuestra lógica infantil no entendía por qué ningún medio de comunicación le diera importancia ni cobertura a su labor creativa. Ahora lo entiendo aún menos.
Ibáñez, en uno de sus clásicos rasgos de ironía hipercorrosiva, fomentaba esa idea en nuestro imaginario al caricaturizarse en sus propias viñetas como una caprichosa prima donna enriquecida gracias al éxito de sus creaciones. Años después supimos que, como todos los dibujantes de la editorial Bruguera, trabajaba en condiciones casi serviles y ni siquiera era propietario de los derechos intelectuales de sus creaciones. Y a pesar de su citado currículum creativo y de vivir en un país donde cualquier pelagatos cuyo trabajo se pueda relacionar vagamente con la música, el cine o la literatura no duda en calificarse de "artista", jamás se dio bombo ni hizo ningún brindis cara a la galería en ninguna de sus historietas. Es más, haciendo gala de su modestia y su sentido del humor, era el primero en parodiar su condición creativa con modesto humor (como en estas viñetas de "Soborno").

El tebeo está a medio camino entre la pintura y la literatura. Pero, a diferencia de la propia literatura, pintura o cualquier otra manifestación creativa, casi nadie le otorga la categoría de arte. Un caso similar durante muchos años (aunque no tan marginado) ha sido el cine. El cine es arte pero "con la boca pequeña". Muchos de los que afirman reconocerle la categoría de arte serían los primeros en rasgarse las vestiduras si ponemos a Ford, Bergman o Truffaut a una altura similar a la de Saul Bellow, Sartre o Arthur Miller (por citar algunos ejemplos contemporáneos). De tebeos, por supuesto, ni hablamos.
El rasgo que más identifica al tebeo y condiciona su lenguaje es el uso de viñetas. Cada escena se enmarca en uno de esos cuadraditos que vienen a ser el equivalente al plano en el cine. Ibáñez dio un paso más como creador al darle utilidad narrativa al espacio entre viñetas:
Ibáñez jamás nos dice como Mortadelo cambia de disfraz (¿es un poder de mutación que posee Mortadelo? ¿o se trata de un caso de supervelocidad para cambiarse de ropa?) porque ese proceso lo realiza el personaje durante el cambio de viñeta, dejándolo así a la interpretación del lector.

El artista, y por extensión el arte que representa, no se toma muchas veces en serio hasta recibir un reconocimento público oficial en forma de respetable galardón. Muchos pensamos que, por ejemplo, el fallecido Hugo Pratt, merece figurar en el ámbito del tebeo a la altura que sus admirados Jack London o Saint Exupery en la literatura, pero ya nunca nadie podrá premiarle.
Desde aquí reivindico a Francisco Ibáñez como un merecido candidato al premio Príncipe de Asturias de las artes. ¿Por qué no? Ya se lo dieron a Woody Allen y también supuso un reconocimiento al cine. A no ser que consideremos que hacer feliz a varias generaciones de lectores tenga menos méritos que los realizados por Obama para conseguir el Nobel.
Hace pocos años me encontré frente a frente con Ibáñez en una firma de tebeos. Un momento que había soñado desde niño. Como tal me acerqué a él de forma tímida y temblorosa para balbucearle su influencia en aquella temprana vocación y le hablé de "Camorra". ¡Entonces somos colegas! exclamó, y con esas mismas palabras me dedicó un dibujo. Lo guardo como oro en paño, maestro.
