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La taurocatapsia (salto del toro). Palacio de Cnosos (Creta) 1600-1480 a.C. |
España es un lugar muy dado a alinearse en extremos opuestos e irreconciliables: moros y cristianos; liberales y absolutistas; fachas y rojos; Madrid-Barça; o Joselito y Belmonte. Precisamente este último ejemplo viene a colación con una de las últimas cruzadas que divide a este país en "buenos" o "malos", ignorando la gran cantidad de matices y opiniones existentes entre el blanco y el negro. Nos referimos al debate en torno a la conocida como fiesta de los toros.
La tauromaquia (o taurocatapsia) aparece por primera vez documentada por la cultura minoica de la isla de Creta (primera civilización europea) en el II milenio antes de nuestra era y parece estar relacionada con el culto solar. La vaca (probablemente porque su cornamenta recuerda a la luna en cuarto y su piel moteada a la superficie lunar) es un animal consagrado a la luna en todas las religiones antiguas del Mediterráneo, por lo tanto no es de extrañar que su astro compañero de la mañana fuera identificado con el toro. Se sabe que el emperador Claudio (ya en el siglo I d.C.) instituyó en Hispania la tauromaquia dentro de los espectáculos de fieras, lo que no sabemos es si ésa fue su introducción o si se basó, como más bien parece, en tradiciones autóctonas, tal y como atestiguan los numerosos ejemplos de culto al toro en los pueblos prerromanos de la Península Ibérica.
Los abolicionistas obvian cualquier valor histórico, cultural o antropológico en la fiesta de los toros o lo supeditan, legítimamente, al sufrimiento de un animal. En este sentido es ciertamente demagógica la postura de ciertos aficionados taurinos que niegan ese sufrimiento aduciendo como prueba el hecho de que el toro, en vez de huir, acuda una y otra vez al lugar del castigo. El toro bravo es el resultado de un proceso de selección humana (de como mínimo cinco siglos) en el que se ha buscado precisamente eso: un animal que embista, ataque y se defienda hasta su último aliento. Pero la “demonización” extrema de la fiesta de los toros basándose en argumentos conservacionistas o ecológicos guarda enormes contradicciones: En primer lugar, no resuelve qué ocurriría con la supervivencia de una especie creada únicamente para una actividad cuya abolición se propone. En segundo lugar, la cría del toro bravo se desarrolla en un marco tan singular como la dehesa y gracias a ello ayuda a sostener y proteger un ecosistema tan diverso y amenazado como el bosque mediterráneo. Es, en ese y otros sentidos, un modelo ejemplar de ganadería ecológica.
Junto a los envites externos al mundo taurino, más valdría a sus defensores protegerse de los enemigos internos que empañan su imagen. La tauromaquia aspira a ser una lucha de igual a igual en la que el humano sólo cuenta con su habilidad manejando un pedazo de tela para defenderse de la bestia, mientras que algunos ganaderos, empresarios y (por qué no decirlo) toreros, ávidos de hacer caja con la complicidad voluntaria o involuntaria de un público (salvo en contadas plazas) poco exigente y en exceso festivo, convierten esas corridas de toros descastados y de escaso trapío en un auténtico paripé. Por otro lado a través de la legalidad de la fiesta de los toros se cuelan prácticas aberrantes que todo buen aficionado taurino debería rechazar. Valgan como vergonzantes ejemplos el acoso a los animales desde vehículos motorizados; persecuciones en masa cuya única finalidad es el maltrato y muerte de un animal indefenso… todo ello desvirtuando esa lucha singular e individual que debe ser la tauromaquia.
Hay un aspecto que rara vez se debate y es, por su subjetividad, uno de los más difíciles de salvar: me refiero a la estética. El aficionado a los toros debe admitir que una corrida puede ser un espectáculo violento y desagradable para muchas sensibilidades. De igual forma, los detractores deberían reconocer que muchas personas perciben (percibimos) pinceladas de arte, en ese bizarro artificio de enfrentarse desarmado a un animal admirable mientras se dibujan efímeras e invisibles composiciones en el aire.
Volviendo a la idea inicial, me temo que ningún bando atienda o reconozca algún argumento del otro que podrían llevar a (¡horror!) encontrar posturas comunes. Mientras tanto cualquier propuesta de debate sólo será un enmarañado hilo de Ariadna inútil para encontrar la salida al laberinto.
La tauromaquia (o taurocatapsia) aparece por primera vez documentada por la cultura minoica de la isla de Creta (primera civilización europea) en el II milenio antes de nuestra era y parece estar relacionada con el culto solar. La vaca (probablemente porque su cornamenta recuerda a la luna en cuarto y su piel moteada a la superficie lunar) es un animal consagrado a la luna en todas las religiones antiguas del Mediterráneo, por lo tanto no es de extrañar que su astro compañero de la mañana fuera identificado con el toro. Se sabe que el emperador Claudio (ya en el siglo I d.C.) instituyó en Hispania la tauromaquia dentro de los espectáculos de fieras, lo que no sabemos es si ésa fue su introducción o si se basó, como más bien parece, en tradiciones autóctonas, tal y como atestiguan los numerosos ejemplos de culto al toro en los pueblos prerromanos de la Península Ibérica.
Los abolicionistas obvian cualquier valor histórico, cultural o antropológico en la fiesta de los toros o lo supeditan, legítimamente, al sufrimiento de un animal. En este sentido es ciertamente demagógica la postura de ciertos aficionados taurinos que niegan ese sufrimiento aduciendo como prueba el hecho de que el toro, en vez de huir, acuda una y otra vez al lugar del castigo. El toro bravo es el resultado de un proceso de selección humana (de como mínimo cinco siglos) en el que se ha buscado precisamente eso: un animal que embista, ataque y se defienda hasta su último aliento. Pero la “demonización” extrema de la fiesta de los toros basándose en argumentos conservacionistas o ecológicos guarda enormes contradicciones: En primer lugar, no resuelve qué ocurriría con la supervivencia de una especie creada únicamente para una actividad cuya abolición se propone. En segundo lugar, la cría del toro bravo se desarrolla en un marco tan singular como la dehesa y gracias a ello ayuda a sostener y proteger un ecosistema tan diverso y amenazado como el bosque mediterráneo. Es, en ese y otros sentidos, un modelo ejemplar de ganadería ecológica.
Junto a los envites externos al mundo taurino, más valdría a sus defensores protegerse de los enemigos internos que empañan su imagen. La tauromaquia aspira a ser una lucha de igual a igual en la que el humano sólo cuenta con su habilidad manejando un pedazo de tela para defenderse de la bestia, mientras que algunos ganaderos, empresarios y (por qué no decirlo) toreros, ávidos de hacer caja con la complicidad voluntaria o involuntaria de un público (salvo en contadas plazas) poco exigente y en exceso festivo, convierten esas corridas de toros descastados y de escaso trapío en un auténtico paripé. Por otro lado a través de la legalidad de la fiesta de los toros se cuelan prácticas aberrantes que todo buen aficionado taurino debería rechazar. Valgan como vergonzantes ejemplos el acoso a los animales desde vehículos motorizados; persecuciones en masa cuya única finalidad es el maltrato y muerte de un animal indefenso… todo ello desvirtuando esa lucha singular e individual que debe ser la tauromaquia.
Hay un aspecto que rara vez se debate y es, por su subjetividad, uno de los más difíciles de salvar: me refiero a la estética. El aficionado a los toros debe admitir que una corrida puede ser un espectáculo violento y desagradable para muchas sensibilidades. De igual forma, los detractores deberían reconocer que muchas personas perciben (percibimos) pinceladas de arte, en ese bizarro artificio de enfrentarse desarmado a un animal admirable mientras se dibujan efímeras e invisibles composiciones en el aire.
Volviendo a la idea inicial, me temo que ningún bando atienda o reconozca algún argumento del otro que podrían llevar a (¡horror!) encontrar posturas comunes. Mientras tanto cualquier propuesta de debate sólo será un enmarañado hilo de Ariadna inútil para encontrar la salida al laberinto.